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sábado, 20 de enero de 2007

LUIS MATEO DÍEZ: Vivir la Novela




VIVIR LA NOVELA

Por Luís Mateo Díez (*)

Al pie de la última página de la novela recién terminada –cuatro años de escritura, cuatro años de obsesión, un tiempo compaginado entre la realidad cotidiana de cada día y la experiencia de un mundo de ficción superpuesto o hasta contrapuesto a esa realidad- puedo medir, en esta limitada distancia, la todavía acuciante temperatura de lo que supone ‘vivir la novela’: ese efecto tan particular, tan íntimo, de la propia experiencia creadora.
Una novela es un largo y obsesivo trabajo que se sustenta, por los caminos de la imaginación, en la construcción de un mundo donde acaece una historia vivida por unos personajes. Un mundo que solo existe como tal desde las palabras, que únicamente en la escritura puede encontrar su revelación.
Al menos por ahí se sustancian las novelas que yo intento escribir, en las cuales la iluminación de ese mundo es como el límite del hallazgo que me impongo, el acierto de alcanzar su ‘verdad’ que supone, a la vez, alcanzar su ‘certeza’.
Revelarlo es de veras crearlo, poderlo ofrecer con la fisonomía y el latido que las palabras, solo las palabras bien elegidas, procuran. Y un mundo novelesco, literario, es un mundo autónomo que puede alimentarse de la más tajante realidad o de la más tajante fantasía, pero que se justifica en sí mismo y solo en sí mismo obtiene su definitiva justificación.
Inventar y escribir la novela son labores compaginadas con la experiencia de ‘vivirla’. Desde la invención y la escritura, una vida –establecida más allá de esta inmediata en la que uno se deja discurrir- abre su obsesivo territorio con mayor insistencia que un sueño, toma su aposento con toda su solvencia imaginaria. Va invadiéndote como una sombra que aplazas y retomas, que te envuelve y te olvida.
La novela crece en proporción a esa capacidad que tienes de ir realimentando la obsesión de hacerla, y la obsesión reside en el centro de ese mundo cada vez más diáfano o más misterioso. Hacia ese indeterminado punto de donde puede surgir la postrera revelación, es hacia donde se camina entre la incertidumbre y la confianza del hallazgo.
A ello ayuda la propia novela, la materia acumulada que poco a poco va imponiendo su propio designo, evidenciando algunas pautas, envolviendo al novelista en la siempre beneficiosa niebla de su laberinto, donde continuamente hay que elegir y decidir y, por supuesto, saberse extraviar consecuentemente en los propios meandros que esa materia determina, si la invención sigue estando viva y la escritura encontró el tono y la claridad propicias para oficiar la revelación.
Lo que al novelista le queda de la novela ya finalizada es algo parecido a ese melancólico sentimiento que depositan los sueños, en los que uno invierte una pasión más rotunda que cualquiera que en la vida real pueda vivirse.
Cierto melancólico despego me invade al pie de esta última página de la novela recién terminada y, por supuesto, la certeza de que esa vida allí invertida es mucho más fuerte, más profunda y, como tal, inalcanzable y libre, que está en la que cada día me voy consumiendo siempre con la renovada esperanza de volver a escribir otra.

(*)Luís Mateo Díez es escritor

(ESTE TEXTO DE LUIS MATEO DÍEZ APARECIÓ EN EL Nº 2 DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, PÁGINA 17, EDITADA EN JUNIO DE 1993 Y CUYA PORTADA FUE REALIZADA A PARTIR DE UN CUADRO DADO POR RICARDO UGARTE DE ZUBIARRAIN)

Luis Mateo Díez
De Wikipedia, la enciclopedia libre
(*) Luís Mateo Díez (Villablino, León, 21 de septiembre de 1942) es un escritor español.
Es miembro de la Real Academia Española: elegido el 22 de junio de 2000, tomó posesión el 20 de mayo de 2001.
Su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Publicó luego las novelas Las estaciones provinciales (1982), La Fuente de la Edad (1986), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Días del Desván (1999), Fantasmas del invierno (2004) y las fábulas reunidas en El diablo meridiano (2001) y en El eco de las bodas (2003), así como los libros de relatos Brasas de agosto (1989) y Los males menores (1993). Con La ruina del cielo (2000) obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica.
Obra
Narrativa:
Memorial de hierbas (1971) Apócrifo del clavel y la espina (1977) Relato de Babia (1981) Las estaciones provinciales (1982) La fuente de la edad (1986) El sueño y la herida (1987) Brasas de agosto (1989) Las horas completas (1990) Abanito, amigo mío (1991) El expediente del náufrago (1992) Los males menores [Cuento] (1993) Valles de leyenda (1994) Camino de perdición (1995) El espíritu del páramo (1996) La mirada del alma (1997 Días del desván [relatos] (1997) El paraíso de los mortales (1998) La ruina del cielo (1999) Las estaciones de la memoria: antología (1999) Las palabras de la vida (2000) El pasado legendario ( 2000) Laciana: suelo y sueño (2000) Balcón de piedra (2001) El diablo meridiano (2001) El oscurecer (Un encuentro) (2002) Fantasmas del invierno (2004) Poesía: Señales de humos (1972) El porvenir de la ficción

martes, 16 de enero de 2007

Antonio Escudero: Cuando los Hebreos fundaron las Navas del Marqués

Por Antonio Escudero Ríos

El 15 del mes de Shevat, según el calendario hebreo, que corresponde al día 6 de febrero, es el Año Nuevo del Árbol para el pueblo judío. Pues bien, por la tarde y en compañía de mis amigos Pilar de Miguel, de Daniel -su inteligente y joven hijo- y del bibliotecario José Mª Amigo, como niños diligentes y animosos, nos dedicamos a plantar árboles, varios cipreses esbeltos en esta tierra de Las Navas del Marqués. Dicha villa fue fundada por los 'Hebreos de Nobucodonosor', como nos dice (suponemos que por dar gusto al imaginario ilustrado de cualquier época), el maestro Méndez Silva.
El paisaje nos devolvía el eco de los ladridos de nuestros perros -'Judas', 'Lasie', 'Nora' y el pequeño 'Gali'-, que, gozándose también en la fiesta corrían a nuestro alrededor como escolares en recreo.
Es tradicional en Israel plantar árboles, para que todos, y de manera especial los niños, aprendan a amarlos. ¿Sabéis lo que dijo Dante?... Pues dijo algo así como que, 'el que planta un árbol no ha vivido inútilmente'.
El 15 de Shevat los niños marchan por los valles y colinas de Israel, bailando, cantando y plantando árboles. Cada año se celebra esta fiesta con mayor brillantez.
El pueblo hebreo tuvo siempre un amor profundo por la naturaleza. El árbol fue considerado como el símbolo del saber y de la vida. La utilidad de éste fue tan importante que el Talmud nos advierte: 'El sol y la luna son dañados debido a loa que abaten árboles buenos'.
El hombre, asimismo, es comparado con un árbol, y cuando el hebreo no era todavía un pueblo y no tenía suelo, Moisés ordenó a los adelantados, que iban a explorar la naturaleza de la Tierra Prometida, lo siguiente: 'Y ved si hay allí árboles o no'.
Hasta con los mismos árboles tuvo atención la Ley judía diciendo, que caundo los hebreos hicieran la guerra en tierra de sus enemigos, no corten ni dañen los árboles fructíferos. Los judíos son el único pueblo en el mundo que tiene leyes específicas sobre todo lo que se refiere a los injertos entre un árbol y otro. Está prohibida la mezcla que lesione la belleza, pureza y originalidad del árbol.
El Talmud narra que los judíos olvidaron en la Diáspora qué día del mes de Shevat se celebra el Año Nuevo de los Árboles. Hubo una discusión entre las dos grandes escuelas de Shamai y de Hillel. La primera sostenía que se debía celebrar el primera de Shevat y la segunda el 15 del mismo mes. Y así quedó.
El Año Nuevo del Árbol es una festividad menor, pero alegre y muy popular; y las frutas de Israel acercan al judío de la Diáspora a la Tierra Santa, ofreciéndole esperanza y dicha.
Miro a los amigos, a los árboles, a los perros, a las rocas; contemplo el encanto infinito del paisaje y un dulce gozo me invade; gozo a rachas entenebrecido por los recuerdos apasionados que tengo de mi lindo perrito 'Dan' -qué bonito nombre, ¿verdad?- que duerme el sueño eterno, cerca de aquí, en una verde ladera, en esta tierra de las altas maravillas de Castilla y que no volverá a correr entre las jaras y pinos. Y a quien nosotros, 'los Hiperbóreos', dedicamos estos versos en emocionado homenaje:
Dan, el de los ojos tiernos,
ligero en andar,
raudo en escapar.

Aquel cachorrillo,
tan despierto,
bajo el alto pino durmiendo.

¡Qué le importa a la noche
un ladrido menos!
¡Qué le importa a la noche
tu vivo silencio!

¡Qué le importa a la noche
tu negro aguejro!
¡Qué le importa a la noche
si duermo o si velo!

Concrodia de todos y para todos. Y la bondad que jamás prescribe. ¡Shalom!

Antonio José Escudero Ríos
Las Navas del Marqués (Ávila) Barrio de la Estación, 6 de febrero de 1993 / 15 de Shevat de 5753

EN LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO', Nº 2, PÁGS. 29 y 30

martes, 9 de enero de 2007

Aurelio del Portillo: UNA ESTACIÓN ENTRE NUBES


Una estación entre nubes
Por Aurelio del Portillo

Parece una calle grande, la calle mayor de una ciudad irreal, de cine, de ésas que visitamos en ocasiones especiales cuando la imaginación concibe las ciudades y las calles sólo para la magia. No tiene adoquines ni asfaltos, casi ni suelo. Está hecha de hierro, madera, piedras pequeñas blancas y afiladas, y tiempo… Quizás no mucho tiempo… (Allá cada cual con su valoración y medida de ese Dios contra el que los hombres pintan, fotografían y escriben)
Es una extraña avenida por la que no se pasea. Sólo tiene aceras para parar o partir. O para estar y soñar. A un lado y a otro su rotunda simetría dibuja distancias. Pensamos, con mucha curiosidad, en qué hará detrás de la curva donde las montañas se tragan las vías del tren. Y soñando vamos siguiendo con el pensamiento esa doble línea, paralelas que se unirán en el infinito (según la física) y sentimos vértigo. A veces despertamos del sueño porque ese infinito puede parecerse demasiado a la muerte.
Por esa calle mineral, tallada entre bosque, transitan los trenes, la imaginación y el aire. Un aire puro que nos alimenta, acaricia e invoca: respirar hondo, vivir aquí y ahora, permanecer, ser uno más (lectores, escritores, comerciantes, ganaderos, vecinos…) habitantes de nuestro propio sueño, personajes y paisajes en un mismo decorado, espectadores y actores, aunque solo sea a ratos y no nos demos cuenta de ello.
Las estaciones son unos escenarios excelentes para rodar películas o reportajes. Eso lo sabemos bien quienes dejamos gran parte de nuestra energía en ese empeño. Cualquier encuentro, situación, acción o diálogo cobra aquí aspecto de ficción, se carga de magia en sus entrañas. No sabría explicar por qué, pero lo siento. En esa memoria fantástica que se construyó en cada uno de nosotros viendo películas, y que muchos intentamos hacer crecer ávidamente, hay cientos de estaciones de ferrocarril. Ya hace casi un siglo de aquella ‘llegada del tren’ con la que los hermanos Lumière iniciaron la alucinación colectiva del cinematógrafo. Aquello fue, de alguna manera, el primer sortilegio que embrujó para siempre los trenes y las estaciones.
Yo creo que todas las estaciones (llegar, estar, partir, soñar) son un pequeño mundo y junta a ellas gira un pequeño universo. En ‘Las Navas’ yo he tenido la fortuna de conocer algunas ‘estrellas. Las del cielo limpio de sus noches y las que protagonizan el barrio-universo de la estación. ‘Las Navas del Marqués’… Parece el título de un relato. ¿No e cierto? Y ahí está, escrito en los muros y en carteles luminosos que permanecen encendidos por las noches para que los que pasan sepan del lugar al menos de su nombre. Muchos pasan de largo. Otros cruzamos las vías.
A veces imagino que cruzar las vías del tren es transgredir una ley, violar un código especial, ser insumiso y andar a contracorriente. Porque, asumiendo los riesgos que supone, cortamos con nuestros pasos una línea rotunda y poderosa, la tachamos, ignoramos las distancias que representa y reivindicamos así que preferimos ese lugar, que nos quedamos aquí, que serán otros los que sigan la dirección que imponen los raíles. Voy de la Cantina al Martinón y del Martinón a la Cantina. (La titánica percusión metálica de los trenes como música de fondo) Dejo pasar el tiempo, con vino y con amigos.
La estación de ‘Las Navas’ está muy alta, sobre las montañas. Algún día el cielo se queda dormido en los valles. La luz es entonces muy blanca y el aire casi agua. El paisaje se convierte en humo, desaparece. Aquel día parecía que flotábamos en el vacío. Estaba con Lola y con Antonio y así, sobre nubes, paseamos hasta la Cantina (claro está cruzando las vías. El sol fue calentando, como es su obligación, y mientras bebíamos y bebíamos el vino del mediodía, las nubes treparon entre los pinos y se acurrucaron junto a nosotros. Niebla y silencio. Así era el mundo que encontrábamos, pasando un largo rato, al salir del bar. Me quedé hipnotizado por la imagen de las vías hundiéndose en la nada y me detuve en el centro, sin cruzar del todo. Lola y Antonio se alejaban hacia la casa y estuve unos minutos solo. Pero poco después algo surgió del silencio: un crujido de pasos, en la grava que sujeta los raíles, se acercaba poco a poco. Nada veía. Confieso que la fantasía ocupó, una vez más, el lugar de la razón. La imaginación dibujaba personajes en fracciones de segundo. En un lugar así, una estación entre nubes, cualquier aparición era posible. El sonido, rítmico y juguetón, aumentó su intensidad anunciando la proximidad del ‘hijo de la niebla’. Y le vi aparecer como en fundido encadenado (de nuevo todo parece cine) Era un muchacho, un niño que llevaba jersey de colores vivos hacía bailar adelante y atrás una bolsa de plástico de esas de la compra. Miraba hacia el suelo y, sin dejar de caminar como si su cuerpo no pesase (como andan los niños) De vez en cuando daba una patada a una piedra. Pasó ante mí, creo que sin mirarme, cruzando las vías. Una imagen cotidiana, un recado de mediodía, nada trascendente. Mientras el chico se alejaba el aire se movió disolviendo olores de leña y guisos, es decir, de hogar. En los raíles, aún entre la niebla comenzó a vibrar la titánica percusión metálica del tren. Y casi me pareció, cuando doblaba la curva, un intruso. Como una visita inesperada que por un momento deshizo la sensación de andar por casa que tanto me reconforta cuando estoy en este lugar.
¡Qué afortunados los que aquí viven! Los de toda la vida, y también los van y vienen, los que siempre vuelven, los que construyen sus casas en este espacio mágico junto a las vías del tren.
Caminé hacia la casa contento de compartir el privilegio.

Aurelio del Portillo es realizador de Televisión Española

DE LAS PÁGINAS 37 y 38 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO, Nº 2

jueves, 4 de enero de 2007

Joaquín Lledó: El burro del maestro (*)

El burro del maestro(*)

Por Joaquín Lledó

Hay un misterio dulce
Que viene de los burros y los dioses;
Hay un saber seco
Que viene de Dios y de los hombres


Isabel Escudero


Por su badajo, campana de paganos ritos. Tozudo y terco, con el hocico ensimismado y el rabo tieso. Embelesado en las mieles que exudan las próximas encinas y, al mismo tiempo, enfurruñado en eterna polémica con tábanos y moscones. Por su natural y espectacular habilidad, señor de esas noches de verano que su estruendosa carcajada engalana y hace dionisiacas. Último de la clase y, por ello, cabalgadura de obispos y mesías. Puro y obsceno. Peluda y suave bestia de oro. Así es el burro del maestro.
Dicen que se lo regaló su amada que, mientras junto a la ventana cosía y cantaba, soñaba con metáforas de su amor. Dicen que la mirada melancólica de la bestia abandonada prendó a la niña y que fue ella quien al animal apalabró y compró. Dicen que lo hizo porque sí y porque no, es decir sin ninguna razón. Dicen… Pero lo que es seguro y cierto es que todos aquellos que hacen de la Eficacia ley pusieron su grito en el cielo y que allí se quedó. Justo es considerar que, al menos desde su punto de vista, no les faltaba razón. El trote de este burro solo es jacarandoso cuando a ningún lugar nos lleva e incluso, para ser más exactos, cuando a nada ni a nadie lleva. Y verle caminar bajo el peso de una carga o la obligación de una tarea es cosa tan lastimosa que hasta el más burro de nosotros puede comprender fácilmente que el trabajo es maldición y la fatiga tormento. Mas, como poseer cosas es nuestro principal sueño, y ser bestia que carga con nuestros enseres es aparentemente su condena, dialogar con este burro, intentando convencerle a base de zanahorias y halagos, o, más simplemente, intentando imponerle a golpe de vara nuestra voluntad, ha sido, desde el primer momento, nuestra principal ocupación. Pena perdida, pues, si bien es cierto que a veces conseguimos su obediencia, nunca, al menos hasta el día de hoy, hemos conseguido que entregara, tal como hacen los hombres, su corazón a la tarea, su alma a lo que llamamos razón. No hay nada que hacer. Rebelde, hinca las pezuñas en el suelo y, encrespándose, lanza a los vientos su rebuzno tan poderoso que hasta la más consistente de las ilusiones se desvanece… Y, siendo la última verdad de las cosas su medida, sólo queda visible aquello que nosotros soñamos sin lograr y que él, sin soñar, logra.
Nódulo central del quehacer lingüístico, el animal de Agustín García Calvo es una orquesta. Percusionan sus pezuñas ritmos esenciales y el pífano de su garganta y la epifanía de su aptitud crean armonías que desvelan, ante el asombro de los sabios –y tanto en su piafar, como en su pifiar- el más íntimo y secreto tuétano de todo decir.
Y ello es lógico ya que estando, tanto usted como yo, atrapados en las trampas que nos tienden esas malignas entidades –Estado, Progreso, Futuro, etc,- que el maestro ataca con saña desde el inicio de su docente actividad, los asnos de la noria somos evidentemente nosotros y é, el burro de Agustín, es el único que, gozándose de su inutilidad y mientras mordisquea plantas aromáticas y se deja besar por las mariposas que revolotean en esas Navas que dicen del Marqués, responde a lo más esencial de las enseñanzas del maestro: decir, tozudo y terco, nones al mundo y a sus obras, y no ser otra cosa que prenda entre la amada y el amado, don del amor con piel de algodón y risa de sátiro lúbrico.
Por ello es perfectamente justo que sean coronados con sus hermosas orejas los más obstinados y rezagados de nosotros, porque, evidentemente, son ellos los que están más cerca de ese aprender que es en realidad, y tal como decían los magos de oriente, desaprender.

(*) El autor se refiere a un burro que tiene A. García Calvo
(TOMADO DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO', Nº 2, PÁG. 39)

Antoni Planells i Costa: África es, en mí, una leyenda

UN ARTÍCULO PARA COMBATIR EL RACISMO



África es en mí una leyenda

Por Antoni Planells i Costa (*)

Mientras existan mundos en que sea posible (o mediante los cuales sea posible) la creación de una leyenda particular, habrá leyendas africanas: para unos y para otros: para todos.
Porque ese continente mil veces azotado y vilipendiado ha sido durante siglos el espacio vital en que existieron individuos y pueblos de una tal diversidad que las posibilidades de construir leyendas a partir de unos y otros parecerían inagotables.
Sí, como creían los románticos, la leyenda y su formación popular están en la base de la historia de los pueblos, entendida ésta como una manifestación de su espíritu –mas o menos inmortal- entonces la historia de África está tejida de leyendas, y muchas de las culturas que han florecido en ella no pueden entenderse sin esas “narraciones de sucesos fabulosos que se trasmiten por tradición”, como define la enciclopedia en término leyenda.
Las leyendas en África son la memoria de sus pueblos. Y su escuela. Porque es a través de las leyendas, al amparo de la noche, bajo el “árbol de la palabra”, al calor del fuego, que la sabiduría, los valores, las costumbres, la historia de un pueblo se trasmiten de generación en generación.
Las leyendas no tiene autor; pero tampoco son anónimas. Son la expansión novelesca del alma colectiva. Una obra siempre recreada que vive en cada nueva versión que se da de ella. Eso son las leyendas. Ya que, como dice Tchicaya U Tamsi: “son necesarias todas las memorias para que las leyendas nazcan y vivan”.
Tantos mitos de origen, tantos mundos, tantas leyendas. Todo lo explicable, incluso lo que se desconoce; por eso las leyendas en África pueden ser la cultura de base de los pueblos; o la base de su cultura si se prefiere.
Hace muchos, muchos años –cuando la tierra aún no era lo que es hoy y muchas especies ya desaparecidas poblaban las tierras y los mares- los hombres recibieron en don de la palabra de manos de los dioses. Antes que eso ocurriera, en poco, al parecer, se diferenciaban del resto de los animales.
Durante siglos y siglos la palabra sirvió a los humanos para expresar sus necesidades más perentorias y cotidianas, y poco más.
Con el tiempo unos pueblos inventaron sistemas de signos gráficos y con ellos elaboraron inventarios, listas, censos de población, registros de haciendas particulares y otras finezas. De ahí al estado policial no hay tanta distancia como se podría creer.
Otros, en cambio, prefirieron no pasar a la historia de modo tan definitivo e inamovible (recuérdese aquellos de “verba volant, scripta manent”) y tras haber descubierto que gracias a la palabra la memoria de los hombres (o mejor la memoria de algunos hombres) podía usarse como archivo de aconteceres y devenires inventaron también (al fin todo es invento) genealogías, hazañas, orígenes, héroes que sirvieran para ejemplificar su historia y hacerse, con ella, eternos más allá de la muerte que todo lo consume.
Quedaron así definidas, a uno y a otro lado, los pueblos con historia y los pueblos sin historia. Bueno, esa definición llegaría muchos siglos más tarde de la mano de Hegel y otros eruditos ‘históricos’. Historia escrita, historia oral (no historia para muchos) esta parece ser la disyuntiva en que ha de debatirse quien se quiera teórico del devenir de los grupos humanos. Pero toda esta problemática escapa al propósito de estas líneas. Valga como pretexto para volver sobre el tema de las leyendas, la más clara versión oral (y para ventura nuestra hoy muchas recogidas por escrito) de la historia de los “pueblos sin historia”.
¿En qué pueblo ágrafo no han tenido las leyendas –de signo múltiple y diverso: de origen, de contenido moral, épico, etc,- un lugar de honor?
Recuérdese que en África la mayoría de pueblos –antes del ataque colonial- eran pueblos sin escritura; sin escritura, no sin historia; y se hará uno clara idea del profundo contenido social que emerge de las leyendas que sus gentes recrean, noche tras noche, siglo tras siglo, al calor del fuego, bajo el “árbol de la palabra”.

(*) Antoni Planells i Costa es miembro del Centre D’Estudis Africans de Barcelona

ARTÍCULO DE LA PÁGINA 42 DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 2 JUNIO DE 1993

miércoles, 3 de enero de 2007

José Mª Muñoz Quirós: LEER O ESTAR VIVIENDO


Por José Mª Muñoz Quirós

La realidad es pequeña. Nos informa y nos ata, sin darnos cuenta apenas desvanece en nosotros su tosca luz y nos ciega los ojos. Tenemos ese lazo tan cercano que no somos capaces de soltarle para que no nos hiera. Achica nuestras manos, las desnuda de todas sus caricias y tapa el horizonte para que no sepamos qué se esconde sobre la línea dulce de lo desconocido. Es una forma de morir despacio, de pasar sobre el mundo con unas alas torpes que se vacían de emociones, como olvidar la luz cuando tan sólo habitamos lo oscuro.
Vivir es otra cosa: ser viajero en las sombras de la noche, subir por los caminos hasta rozar las cumbres, descifrar lo que sienten los que han sido y hoy duermen en el viento. Destrozar en armónica palabra todo lo que no gusta, la rutina y el tedio, la cadena del tiempo que ha dejado su dolor en los sueños. Amar lo más gozoso y presentir que la memoria guarda la voz de los silencios. Conocer sin medida. Y para estar viviendo tan sólo es necesario que la presencia cálida de un libro nos provoque y nos hable, que su río de vida inunde el cauce de las cosas pequeñas, que nos envuelva con magia extraña de otras vidas distintas, y en sus presagios nazca la inmensa vocación de ser más libres. Esto es vivir, inquietante tumulto de esperanza, búsqueda de las horas, paseo por el tiempo ilimitable, ruptura de los bordes, infinitas alburas. Sólo lo constreñido y lo posible, lo que nos deja un poso de amargura sobre cada mañana, lo que se ciñe a un lógico destino, rasgará la aventura de poder escapar junto a las páginas que los libros nos dejan, esa constante invitación a mirar más despacio cada cosa, a viajar por las gradas de los tiempos, a dar la mano a cada pensamiento que nos hizo más grandes. El legado del ser humano es su palabra, cosechaad en el tiempo, chorro siempre sobre toda memoria.
Leer o estar viviendo. Con el sencillo gesto del silencio que se nos cuela en lo más hondo, en el diálogo íntimo de los libros que nos hablan con su voz tan secreta, con el eco certero de otros ecos, hilo que permanece sobre la propia vida transformándolo todo, memoria de los hombres, apuesta claar para crecer al borde del futuro.
Los libros sobreviven en la imaginación de lo imposible: no esclavizan ni matan. No distinguen colores en el alma. No disparan ni hieren. Los libros sólo amarran el conocer sin límites, desatan la mirada, no tiene más cadenas que las de la belleza. Cuando caen en unas manos tan solo esperan devolver sus caricias, abrir sus prestando su experiencia.
Leer o estar viviendo: innegable destino a quien se acerque a los libros y sienta, en la proximidad eterna de sus páginas, la invitación segura y permanente a ser siempre más libres.

ARTÍCULO APARECIDO EN LA PÁGINA 45 DEL Nº 2 DE ‘CAMINAR CONOCIENDO’. JUNIO DE 1993

UNA NUBE DE LECHE


Una nube de leche

Por Miguel Quirós Manjón (*)

Dicen que los primeros pobladores de la tierra se alimentaban a base de carne y de leche; y que, debido a lo perecedero que eran esos alimentos, se alteraban con bastante facilidad. La necesidad de asegurar su conservación por el mayor tiempo posible, constituía una auténtica pesadilla para aquellas gentes, que se trasmitiría de generación en generación.
Cuentan las leyendas que le primera transformación que se conoce se inició allende los tiempos antiguos, posiblemente en tierras asiáticas, cuando un mercader árabe durante un viaje pro el desierto llevaba leche en un estómago de cordero y cuajó, se puede afirmar que esto surgió como una obra más de la naturaleza, una maravilla ante la que hay que descubrirse y sobre la que el arte, el ingenio e intereses del hombre han influido para perfeccionarla.
De todo este hecho tan sencillo surgiría con el paso del tiempo tal perfeccionamiento que se llegaría a crear una industria de transformación compleja y del alimento perecedero que teníamos al principio una gama de derivados de larga duración (yogur, queso, mantequilla, nata, leche pasteurizada, leche VHT, leche concentrada, etc.)
Debido al sistema económico por el que se mueve nuestra sociedad hoy en día, este tipo de industria ah de ser rentable en su funcionamiento por lo que su implantación se hace en lugares donde abunde la materia prima (leche) y cerca de grandes centros consumidores (poblaciones con gran capacidad de demanda)
No haría falta mirar muy lejos de nosotros para darnos cuenta que estas circunstancias las cumple (hoy día menos) Las Navas, donde hasta no hace mucho tiempo se producía cerca de 75.000 l. de leche de vaca, 4.000 l. de leche de cabra diarios en la época intermedia entre invierno-primavera, subiendo hasta cerca de 100.000 l. de vaca y 6.000 l. de cabra en primavera (época de máxima producción), así de esta manera nuestro pueblo se colocaba en el segundo puesto como productor de leche del país. Con esta enorme producción a la puerta de casa (sin gastar ni una sola peseta en transporte) sólo faltaba un poco de raciocinio, asociación, entendimiento y buena voluntad entre todos los principales interesados.
Ganaderos, porque cerca de 200 familias del pueblo vivían de este producto y siempre será más interesante sacarle el mayor beneficio posible al fruto del trabajo, vendiéndolo como producto elaborado que como materia prima.
Ayuntamiento, siempre sería importante para el municipio la instalación que con ese volumen de transformación hubiese crecido 50 puestos de trabajo directos y otros 60-70 puestos indirectos, además hay que tener en cuenta que en nuestro pueblo las fábricas son un bien escaso.
Gobierno Autónomo, que un poquito de información y apoyo económico (aprovechando el dinero cedido por la CEE para poner a punto este sector y poder competir con el resto de Europa una vez establecido el Mercado Único que entra en vigor en 1993.
Del esfuerzo de todos juntos podría haberse creado una instalación que no solo hubiera servido para apuntalar a nuestro sector ganadero (hoy sumido en una profunda e irreversible crisis) sino para evolucionarle y mejorarle. En cuando a la segunda condición, para obtener la rentabilidad de la instalación, no haría falta recorrer más de 1.000 kms. A la redonda desde nuestro pueblo, para encontrarnos con un mercado de más de 6.000.000 de personas.
En fin, no deja de ser un sueño que se podría cumplir, si las intenciones fueran buenas. Bastaría, actualmente, comenzar creando una cooperativa de leche, para vender la materia prima todos juntos al mejor comprador, dejando, del beneficio obtenido, un fondo común para crear futuras infraestructuras que sirvieran para acometer proyectos más ambiciosos. Esta cooperativa existe pero ha de acelerar sus acciones.
Si no queremos que aquel eslogan que hizo famoso a nuestro pueblo “¡Qué leche!... Yo de Las Navas”, se transforme en “¡Qué leche!... la que nos dieron los ganaderos”, debemos movernos con rapidez (el tiempo apremia) aún se puede salvar lo que queda del sector. Ahora bien, hay que asociarse y dejar de lado obcecaciones mentales que siempre nos caracterizaron, por eso nos ha pasado lo que nos ha pasado.

(*) Miguel Quirós Manjón es biólogo

P.D: Un saludo especial a la gente joven que está luchando por mantener este viejo oficio rompiendo con esquemas caducos.

ARTICULO APARECIDO EN LA PÁGINA 46 DEL Nº 2 DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’