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miércoles, 13 de junio de 2012

Relato de la Onda Pesquera (*)


(*) Germen del cuentecillo: la palabra algoritmo

A: apuesta
L: lateral
G: genio
O: orden
R: radio
I: islote
T: tablón
M: moreno
O: ovalado

Frase: Se oye por la radio pesquera la noticia de que arribaría al islote, en un tablón ovalado, el genio moreno. Y ellos, los locutores, han apostado por el lado verdadero de la información. Por eso la dan.
___________________
Se oyó por la radio pesquera, poco antes del amanecer, que arribaría al islote, navegando en un tablón ovalado, el genio moreno. El moreno vendría acatando órdenes recibidas de arriba, de las altas esferas.

La emisora elaboró la noticia a partir de sucesos acaecidos recientemente; hechos que entroncaban con creencias y leyendas muy antiguas; algunas aun en la mente de muchos y otras casi olvidadas,  sobre todo por la juventud. Y, como se debía la radio a sus oyentes, avisaba de ello. Para que todos, absolutamente todos, supieran a que atenerse.

Los seres del islote, sabiendo de la seriedad de sus informaciones, no en vano, los locutores o eran pescadores o hijos del gremio, se fueron congregando en el embarcadero y sus aledaños. Si alguien hubiera estado en el peñasco mas alto del islote hubiera visto encenderse, casi a un mismo tiempo, las ventanas del poblado; y casi de repente apagarse y salir los moradores de sus casas rumbo al puerto. 

Padres e hijos llegados al embarcadero miran inquietos el horizonte marino. A esas horas tempranas del amanecer el mar, en calma chicha, parecía confundirse con el cielo en un gris blanquecino. De cuando en cuando, en las proximidades del puerto, el agua se rompía levemente y los peces saltaban a oxigenarse y sin duda a saludar a las gentes congregadas. Luego retornan  en zambullida al mar, produciendo pequeños círculos concéntricos que lentamente desaparecen. Se serena el agua semejando a un cristal hasta donde se confunden mar y cielo en horizonte grisáceo.

Según avanza la mañana la zona cristalina se amplia. Del mar se eleva ahora un vaporcillo en girones. Son las nubes que, lentamente, se separan del agua. El mismo islote se despeja. Sus contornos circulares dejan ver las orillas opuestas al puerto, antes cubiertas por la neblina. Algunos lo notan volviendo la vista atrás diferenciando la isla del firmamento.

En estos instantes la radio pesquera recuerda a los espectantes isleños la leyenda del genio moreno quien, navegando majestuosamente en un tablón ovalado, un día vendrá a juzgarlos a todos por los pecados cometidos. 

Es el genio moreno un ser vengativo. Es cierto. Tiene razones para ello. La leyenda habla de una revuelta de esclavos traídos desde África. Los castigos de los negreros, la desesperación por no volver a ver sus seres queridos y la esperanza de un retorno a la tierra que se desvanece cada día que pasa mueven a los negros a revolverse; se sublevan, cogen armas y se lanzan contra los blancos del barco donde están aprisionados; pero son derrotados; entonces al genio moreno, que es el líder, lo abandonan y es arrojado al mar; según la leyenda volverá un día a pedirles explicación a los descendientes, o en su caso a vengarse de la inacción... 

Pero es vengativo y justo. Lo ha sido siempre. De tal modo que suele avisar, eso se cree, a ciertos marineros de sus crímenes y, si no hacen caso, como a menudo ocurre, les castiga. Pero antes advierte. 


De ahí que de, cuando en cuando, se cobrara alguna vida entre los isleños ahogándolos en el mar. Entonces, solo entonces, arrepentidos, acudían a la ermita del Santo Moreno. Cubrían de peces las escalinatas del templo. Mientras los monjes les recriminaban sus acciones criminales. Se miraban unos a otros intentando adivinar quien era el compañero o compañera que había cometido tales excesos malignos. Los monjes, no obstante, siguiendo la política del palo y la zanahoria a continuación agradecían sus suculentas dádivas marineras anunciándoles que ya percibían cómo la cólera del genio moreno se iba aplacando por su generosidad. Y daban por terminada la ceremonia. Los pescadores y sus familias se retiraban. Pronto olvidarían las recriminaciones. Tienen que volver a sus trabajos. Sin la pesca no hay comida para sus hijos. 

Así se ha repetido en multitud de acasiones. Mas, con el paso del tiempo, las visitas a la ermita y los regalos a los monjes se han ido transformando en folclore; y la dádiva de hermosos pescados ha devenido en fiesta anual; la cual termina en jolgorio y merienda de  peces asados en parrilla en comunión masticadora con los monjes que, de paso, bendicen el acto. 

Mas ha llegado la hora en que la leyenda del genio moreno cobre fuerza sobre el tablón ovalado, se renueve, y los incrédulos crean a pies juntillas porque, según la radio pesquera, se hará visible en unos pocos minutos.

Algunos no las tienen todas consigo. Son, caro está, los de mala conciencia.

La radio les informa de que en el islote A ya han visto señal de la próxima llegada del genio moreno con la llamarada zigzagueante del relámpago. La culebrina se ha asomado al cielo y al tiempo que las aguas comienzan a agitarse.

-¡Oh! -gritan los congregados y un hilo de terror recorre sus corazones.

La radio pesquera dice a los niños que estén atentos, no se distraigan jugando pues el genio moreno les trae regalos para todos... menos para los que no guarden decoro. Los niños aplauden y gritan de alegría.

-¡Bien! ¡Viva el Santo Moreno!

Exclamaciones que no casan con las creencias de sus padres que están muy inquietos.


La radio pesquera se calla.  Emite música clásica.

Los espectadores del embarcadero, tanto los que están cerca y los que están mas alejados, los que se hallan sentados, los que están de pie, los arrodillados, los subidos en los terraplenes, en los lindones, en las peñas,  los que sonríen, los serios, los llorosos, los escépticos, los que miran con la boca... fijan los ojos en el agua. Se ha levantado un poco de viento. Las mujeres recogen sus faldas levantadas. Algunas se sientan. Los hombres agarran los sombreros amenazados con irse de sus cabezas. Algunos se los quitan de la testa. Murmullos. Los ancianos ordenan callar. Las aguas empiezan a ondularse. 

-La cosa va en serio -dice uno.

La radio vuelve a transmitir noticias. 

-Según fuentes de todo crédito los habitantes de los islotes C, D, E, se están acercando a las playas de sus islotes. Al parecer el genio les ha avisado que, en breve, pasará de islote en islote camino del nuestro. Y va a juzgar, tanto a los vivos como a los muertos.

-¡A mi padre no, por favor! -grita desesperada una mujer.

-Será justo y bondadoso a pesar de ser omnipotente, les ha dicho, categórico, a las gentes de esos islotes, por intermediación de los monjes -termina diciendo radio pesquera.

Por los micrófonos anuncian que la señorita Isleñina, que todos conocen, les dirigirá unas palabras desde el lecho donde está postrada por cruel enfermedad.

-Queridos amigos y amigas -comienza la enferma- no he podido unirme a vosotros a la espera del genio moreno. Que él me perdone. Mis oraciones van encaminadas a que Él nos colme de felicidad. Yo sé que es justo y sabio. Hará que los mares se cubran de peces para que no haya nadie que pase hambre. Impulsará la igualdad para que sea el común denominador de nuestra isla. Y que el amor y la amistad inunden los corazones. Y la desconfianza, el recelo y el odio de unos a otros desaparezca para siempre, que...

La radio pesquera corta el discurso de Isleñina. Agradece sus palabras. Algunos protestan. Otros reaccionan arrodillándose. Rezan. Lloran. Confían. Miran al mar. Se miran entre ellos. Se les ilumina el rostro. Tienden las manos hacia el agua. Si. En el horizonte marino el tablón. Eso parece. Se eleva en la cumbre y se hunde en el valle. Baila en el oleaje. El mar se agita. Se encrespa. Ruge sordo.

La radio pesquera informa ahora de que los habitantes del islote B ya perciben el tablón ovalado y el ruido de los remos chocando con el agua. Y, en medio, el genio moreno confundido con el azul.

-Si los del B ya lo ven... pronto estará aquí. Es el inmediatamente anterior al A

Es decir al suyo. Los minutos pasan. Si antes vieron como se elevaba y se abajaba ahora ha desaparecido de la vista. Solo las olas cada vez mas grandes se adueñan del mar. Rompen en el embarcadero. Los barcas de los pescadores se mecen arriba y abajo. Algunos chocan con otros. De momento sin peligro de astillarse. El cielo azul. Sin nubes. El aire mueve los arboles. La radio pesquera se oye ahora muy debilmente. Las gaviotas se lanzan al mar en busca de pescado. A mar revuelto ganancia de gaviotas rapaces.

-Mal rayo las parta -maldice un pescador.

-¡Allí! ¡Mirad allí! -grita una isleña.

Las miradas se concentran. Rostros ansiosos, atónitos. Algunos con un poco de miedo. Todos ven el tablón ovalado y en medio, confundido con el azul del mar, el genio moreno.

-Rema majestuosamente -dice uno y todos asienten.

El tablón se acerca. Ovalado.

Un niño dice algo a otro que está junto a él y este al siguiente y así sucesivamente.

-Es moreno de verdad el genio. Como nuestros antepasados esclavos - reflexiona uno.

-Si, es oscuro como el azul del mar, como la noche -asegura otro.

-Y negro como boca de cocodrilo -aseguran todos.

Los niños, que han cogido cantos, tiran al tablón ovalado. El impacto hace mover la tabla.

-¡En el tablón no hay regalos! ¡En el tablón no viene nadie! -gritan los niños.

Y los espectadores adultos del embarcadero no tiene mas remedio que admitir, desaparecidas las telarañas de la ilusión, que lo que ha llegado no es mas que un tablón de forma oval.

Mas, algunos piensan que es un Ser, superior al genio moreno, quien lo ha destronado lanzándolo al agua; allí se ha ahogado como él ahogó a muchos. Hincan la rodilla en tierra y entonan loores al nuevo Ser, superior al genio moreno. Los monjes toman nota. Los niños, lanzándose al agua, juegan con el tablón que debajo tiene una cuerda.

La radio pesquera, enterada de que el camelo ha sido descubierto por los niños, aclara ser una broma, inventada por los locutores, lo de la  arribada al islote, navegando en un tablón ovalado, del genio moreno. Pide disculpas y emite canciones infantiles.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Envidia cochina


Era un día soleado de noviembre. 

Había salido a pasear sin rumbo fijo. 

Se puso jersey y chaqueta. Por si acaso. En noviembre, y ya a últimos de mes, el sol luce engañoso, pensó. 

En ese caso sus barruntos invernales no le fueron fieles. ¿Por qué? Pues, porque si efectivamente no hacía calor, al sol sin embargo se estaba muy bien. 

Subió por una calle empinada. Calle que, por su lado derecho, se abría a unos vallecitos y colinas bañadas por el sol. Bosques de pinos subían por colinas y los chopos caminaban siguiendo a los riachuelos mecidos por el vientecillo de la mañana. A ratos se paraba hasta que las molestias 'cordiales', que así se llaman esos síntomas de angina de pecho que desde hace poco mas de un año le aquejaban, desaparecían.

En una de esas paradas se apoyó en una tapia con verjas pintadas de verde. Por la pared -se fijó- andaba una mosca. Muy raro a estas alturas del otoño. Pero, en fin, lo mismo que su cuerpo agradecía los tibios rayos de sol, es de suponer que la mosca, despertada por ellos, estaría alegre por lo mismo. Era verde, de un verde brillante, metálico. Casi fulguraba. Era, lo reconocía, hermosísima. Pero él le tenía un cierto respeto a este tipo de moscas. Respeto quiere decir prevención y por eso quería irse de allí.

-¡Niñerías! Lo reconozco -se dijo para si.

Niñerías, había musitado. Y nunca mejor dicho pues fue durante su niñez, en su pueblo, que se oía decir que eran embajadoras de la muerte. 

-Su colorido -decían los labriegos- está puesto por el diablo para atraer a personas incautas. A las que, luego, pican inoculándoles veneno.

-¡Bobadas! -siguió murmurando por segunda vez.

Pero esas bobadas, esa niñerías, se quedan prendidas muy dentro y, por mucha carga de racionalidad que uno se meta en el cerebro, siempre queda algo, en el subconsciente, del que es difícil librarse. 

Decíamos que este paseante se iba a despegar de la tapia y huir de allí como alma que lleva el diablo. Pero la mosca se le adelantó y emprendiendo el vuelo se fue. Quizás intuyó que, él, con el cayado, quería atizarle un mandoble para matarla y no esperó el golpe.

Dejando a un lado el cayado se agarró con ambas manos de los barrotes de la verja. De los que tuvo que desprenderse inmediatamente porque un perro, con muy malas intenciones, se lanzó contra él ladrando y asomando por su boca unos dientes afilados, para él, como cuchillas de afeitar. Fue un instante pero los latidos de su corazón se le aceleraron sonándole como tamtames redoblando. O eso le parecíó.

Alguien, no vio quien, llamó al perro; y este, sumiso, se dio la vuelta de mala gana y se marchó. 

Fueron unos segundos de sobresalto. Después se fue calmando poco a poco, dándose cuenta, como se dio, que el perro nada podía hacerle pues lo separaban del mastín unas verjas de hierro forjado, pintadas de verde, macizas, duras, consistentes y con profusión de arabescos, que impedía al animal atravesarlas. 

Por cierto, se fijó en que algunos de los adornos estaban rotos. El darse cuenta de ese detalle sin importancia, se debió, a lo mejor, para quitarle hierro al miedo que había pasado.

-¡Qué bien me hallo al sol! -exclamó.

Los vallecitos y colinas, como ya se ha dicho, mostraban a la vista del maltrecho caminante su belleza.

Restregó sus ojos con el paisaje, que se le ofrecía a la vista, mil veces mirado y otras tantas admirado. 

Algunas veces, incluso, hay que reconocerlo, la envidia penetraba como un berbiquí  por sus ojos taladrándolo, al contemplar, como lo hacía siempre que paseaba, esa riqueza que otros, no él, disfrutaban. 

-Muchos años trabajando... ¿para qué?...  -se preguntó- 

-Total: me encuentro solo y sin nada: una mano adelante y la otra. atrás.

Se quedó como un bobo mirando frente a la verja el caminito por donde se había ido, a regañadientes, el perro...

Y fue entonces cuando la vio. Al fondo. Recostada en la colina. Recibía los rayos del sol con avaricia; con la avaricia propia del que, teniendo mucho, aun quiere mas. 

-Por otra parte natural -pensó-. Nada del otro mundo.

Él hacía algo parecido. Con una diferencia, claro: tenía que conformarse caldeando, templando sus huesos al sol de finales de otoño entre el humo de los tubos de escape y el ruido de los coches; y ella, para mas recochineo, recostada, allí, en la colina, en el silencio, rodeada de árboles y con mesas y sillas y sillones en la terraza, acariciada, además, por todas partes por los rayos, bienhechores, de Helios, el dios de dioses.

Ahí radicaba la diferencia, en eso residía: Ella, la abundancia; él, la escasez. Diferencias que los pobres, como él -históricamente hablando, nada mas, pues él, para que mentir a estas alturas de la vida, no había levantado los ojos del suelo cuando el patrono le ordenaba algo- habían querido barrer luchando contra la desigualdad en revueltas aquí, allá, acullá... por todos los lugares de la tierra. Es mas, habían llegado a constituir diferentes ideologías, para justificar su combate; a saber: socialismo, comunismo, anarquismo... Revueltas, todas, teñidas de sangre. Y no le extrañaba. 

-Porque, vamos a ver -pensaba- los propietarios no van a dejar, así como así, que un pobre como yo tome posesión de su propiedad.

No hay mas que ver la señal de alarma que tenía esa tapia enrejada y el perro que casi le deja la sangre congelada por el susto hace unos momentos.

Ellos, los amos, los ricos, los propietarios, son, a la vez, explotadores; es decir: roban al trabajador una parte del producto de su trabajo, la plusvalía llaman; conocen, por tanto, a los trabajadores; y saben que, estos, si pudieran, los dejarían sin un ochavo, en los puros huesos, apropiándose de lo que, antes, ellos, los patronos, los ricos, los propiterarios, los explotadores, les han quitado de su salario...

Se acordó, en esos momentos, de lo que decía, mas o menos, Frantz Fanon en su famoso libro 'Los condenados de la tierra': Ellos (los colonizados) desean tomar posesión de las propiedades de los colonos, entrar en sus casas, echarse en sus camas y, si es posible con sus mujeres, mejor.

Justo lo que él  deseaba en ese momento, ahora que la contempla a ella, allí, en la colina, hermosa, acariciada por la hebras de oro de Helios, el calentador de cuerpos, que la penetran a raudales. 

Bueno, bueno, hablando de penetrar, él si que penetraría... hasta el fondo, pensaba relamiéndose los labios. Aunque la angina de pecho se le alborotara. Aunque las molestias 'cordiales' se volvieran agresivas. Aunque... 

Pero, ¿cómo iba, él, a llegar hasta allí para penetrar en ella? A ver, ¿cómo conseguiría entrar en la casa de la colina si estaba rodeada de verjas sólidas, protegida por sirenas de alarma y por perros feroces? 

-¡A ver! ¡¿Cómo?! ¡Que me lo expliquen, joder!

Se separó de la verja. Y dándose la vuelta regresó a su casa... Bueno, no era ni suya. 

¡Ah, ese día soleado de noviembre! 

Paseando. 

A eso había salido. 

A aprovecharse del sol. 

A nada mas. Como siempre.


miércoles, 6 de abril de 2011

Iswe Letu: Ah gentes de poco peso


ah gente de poco peso en la comunidad de naciones,
gente humilde, con herencia de crudo y sin bala en la recámara
consumida
como las flores en un lugar de sepulturas


mirad, ¿ois?,


los tambores del exilio despiertan en las fronteras
para alimentar de sones el viento sucio de las arenas
¿escucháis acaso el fuerte grito del dolor?


no importa


el apareamiento de los animales en el bosque 
bajo la mirada de los niños 
tiene un síntoma claro de placer e indiferencia


y mi pensamiento no se halla lejos de ese traficante
quien, con un vestido caro entre vosotros, se pasea
tomando algunos pelos de la cabeza del sol
con el ánimo de transformarlo en mercancia para el turismo


que luego aparecerá con el derecho de propiedad
impreso en los folletos de su agencia de viajes
llevando más lejos de la vista de vuestros lugares


el robo


a esa gente humilde, con herencia de crudo y sin pistola,
gente de poco precio en el coro internacional

sábado, 4 de julio de 2009

Iswe Letu: La seca cañaleja de la idea pura


Quiso ser él, sólo él, sin mezcla alguna. Fue después de ver una película por televisión. Le vino de pronto ese deseo al darse cuenta de que, cada vez que metía más y más imágenes de vidas ajenas se vaciaba de la suya. Era como si le estuvieran extrayendo su esencia poniéndole otra. Al final pensaría tal y como los hacedores o creadores de las películas que iba viendo. Una marioneta de esos peliculeros.
Y eso le sublevaba.
Había apagado el imaginario (lease televisión) y sentado a la mesa de su salón contempla el hule que la cubre. Alargó la vista viendo el bolígrafo, el cenicero y el periódico diario. Miró hacia la ventana. A esa hora de la noche, en la calle, no había nadie. El silencio era casi absoluto...
Se cortó en su razonamiento. Llegado a esos puntos suspensivos, y acababa de empezar su recorrido mental en pos de una posible recreación, de una necesaria purificación, se dio cuenta de que toda esa reflexión, en puridad, nacía con elementos propios de una sociedad y de un tiempo determinado que se abalanzaba sobre su persona poniéndose en lugar que él, por derecho propio, debería protagonizar dejándole fuera de escena. Pues lo hacía componiendo sus pensamientos con ideas, con objetos, con conceptos que le habían sido dados: silencio, periódico, absoluto, bolígrafo... Todo eso no era él. Se lo habían impuesto.
Volvió a fijar la vista en el hule, hule cuadriculado en blanco y marrón. Logró meterse tanto en el tapete de hule que lo percibía, en ese momento, como una superficie de colores difuminados. Y en el medio se paseaba señor de esa tierra plana, o del cielo llano, o del infierno sin escabrosidades. Se veía en medio de una meseta ajedrezada y neblinosa. Tierra, cielo o infierno. Era un principio de despojamiento. Pero no quería eso. ¿Qué anhelaba entonces? Deseaba ser y caminar en la mera pureza. Sin que nada ajeno viniera a introducirse en si mismo.
A ese respecto recordaba a un conocido que reivindicaba la idea de no leer jamás a escritores para que no le influyeran. Quiso ser original antes que él.
Si partiera del vacío, de la nada... entonces... quizás... podría considerarse...
Seguía ultilizando, continuaba valiéndose de conceptos que no salían de su mollera. Ajenos a su ser. Impuestos. O heredados.
Mas él tenía que ser original, singular, único. Donde cada idea que sacara viniera exclusivamente de su magín, de su coco, de su cerebro. Y sin imperfecciones. Y sin impurezas. Y sin...
¿Cómo decirlo? ¿Cómo describir la idea? ¿De dónde extraer la materia que dibujara plásticamente ese pronto surgido de la nada del vacío?
Solo los dioses tenían el poder de sacar de la nada algo... Incluso esa idea de un dios había surgido fuera de su ser. Lo había leido por ahí. Y oido. Era de otros, sin duda, que acuciados por la necesidad de una inmaculada esencia y al no poder encontrarla al parecer se inventaron un ser para esconder esa incapacidad.
Al llegar a este punto viose acorralado de imposibilidades. ¿Qué hacer?... ¿Por donde tirar?... ¿Por cual sendero encaminarse?...
Empero pensando, como pensaba, como lo había pensado siempre, que no hay callejones sin salida se dijo para si que el mejor método era la destrucción de todo lo que no era su persona. Se ensimismaría totalmente. Haría desaparecer del entorno todo lo que no era su esencia pura: televisión, sillas, cenicero, periódico, casa...
¡Volvería a las cavernas!
Allí frente al fuego...



-¡No no! ¡Tampoco! -exclamó.

Retrocedería aun más: al tiempo de los macacos en los árboles saltando de rama en rama...

-Ni con esa opción conseguiré encontrarme conmigo mismo en esa meseta o llanura celeste, terrenal, o infernal, sin imperfecciones, sin desniveles... pura... sin mácula alguna... cuajada de vacío, de nada, para poder comenzar desde el principio una nueva vida.
Y no lo alcanzaría, no, de ninguna manera, porque eso de monos, árboles, ramas, aires... no son él sino cosas extrañas...


-¡Ya está! ¡Albricias! ¡Lo logré!

Saltó de alegría, de júbilo. Pero solo un instante. Y muy fugaz. Diose cuenta de un hecho cierto: para renacer necesitaba el concurso de otros que, sin duda, consciente o inconscientemente, vertirían alguna herencia en el nuevo nacido; herencia que recibirían de otros anteriores, quienes, a su vez, serían influidos por ancestros que sacarían sus...

En este punto estaba cuando brilló en el cielo un relámpago. Al poco el trueno rompió el silencio de la noche haciendo temblar los cristales de las ventanas. Se asomó a la calle. Comenzaba a llover mansamente. Las gotas mojaron su cara como acariciándole. Se sintió muy a gusto aunque la lluvia no fuera algo intrínseco de él, sino del mundo exterior...
Pero, ¿no era él parte del mundo exterior, de ese cosmos?...
Alargó los brazos. Abrió las manos que la lluvia humedeció. Y, así, mojadas, las pasó por su cara, respirando profundamente agradecido de ser impuro y no una seca e inmaculada idea, tan esteril como el polvo estéril de la seca meseta. De ese reino no saldrá jamás, nunca, por ejemplo la pintura paisajística. Ni aunque se juntasen todos los dioses en asamblea. Si acaso... sacarían secas cañalejas sin sonido.
Parece que se hubiera liberado de un peso que lo aplastaba, de un empeño sin pies ni cabeza, de un sinsentido, que lo había preocupado primero, luego angustiado y por fin lo redujo a la mínima expresión cerebral llegando a la conclusión, como llegó, de que era un ser de una capacidad cerebral reducida al no hallar, como no halló, respuesta cabal a las preguntas que se hizo...
Mientras desechaba, definitivamente, 'las secas cañalejas' de la erial originalidad bañada de vacío y de nada que eso es la idea pura en el ser puro, recordó un poema anónimo africano que decía así, más o menos:

Yo digo: De los alimentos de la tierra, el gusto de ellos va conmigo.
E insisto: De mi amada tan querida, los goces que tuve van conmigo.
Prosigo: De la carne tan rica que comí, el placer de ello va conmigo.
Reitero: De las bebidas del mundo, el sabor que tuve va conmigo.
y repito: De las pipas que me fumé, el placer que saqué va conmigo.


Le quedaba un último desasimiento: ¡Nacer de nuevo!

martes, 28 de abril de 2009

Iswe Letu: Con el rabo entre las piernas

Después que la conociera en la presentación de un libro y tomaran unos vinos por tascas de Madrid, se interesó por Las Navas del Marqués. Por eso se llegó hasta allí. En fiestas. Reconoce que lo suyo no son las llamadas fiestas 'populares'. Subraya lo de 'popular' porque no es el pueblo quien las organiza sino conspicuos caciques. La asistencias a estos sucesos lo hacía casi siempre obligado. Y al poco de llegar al lugar que fuera ya estaba apartado del jolgorio, del bullicio, perdiéndose por calles o callejas que nadie, o pocos, hollaban en tales momentos. Y siempre acompañado de sus ensoñaciones. A Las Navas del Marqués acudió voluntariamente sin que nadie le empujara.

-Bueno, se dijo para si, siempre hay algo que te incita; en este caso la moza y el conocido romance tradicional castellano que se conservaba en la localidad, Gerineldo; que allí llaman 'baile de tres'; un poco verde en su tiempo: '¡Gerineldo, Gerineldo! / ¡Gerineldito pulido! /Quién te tuviera esta noche / unas horas a mi albedrío'. ¡Si. Quien te tuviera unas horas a mi albedrío! Pues eso... Aun tiene su verdor.

El romance navero parece que lo descubrió, según le dijo la chica, Menéndez Pidal. Y lo decía con ardor. Quizás empujada por el romance. O eso es lo que él creyó.

Unos días después leyó el programa de festejos que, por lo que se ve, le había dado ella... Pero no recordaba el momento... Sabe, es cierto, que llegó un poco mareado a casa... Subrayó lo interesante o curioso según su punto de vista:

1er. día: concierto de la banda municipal 'que dirige el competente maestro Saulo Sánchez'.
2ª día: 'Repique de campanas, disparo de bombas y alegre diana; tradicional Asamblea de la Archicofradía presidida por el Presidente Perpetuo, el excelentísimo S. D. Manuel Delgado Barreto'.
3er. día: Concurso de belleza y fealdad con premio a la chica más guapa y al chico más feo.
8º. día: Carrera de burros y 'baile de tres'.
9º. día: Comedia titulada '¡Pase usted la jaca, amigo!' y un entremés de D. José Jackson Veyán. 'El producto de la fiesta se destinará a los pobres de la villa'.

-Por cierto -se preguntó al leer lo de Delgado Barreto- que hace por Las Navas este destacado fascista, provocador y gracioso de pacotilla. Recuerdo que el otro día venía en su periódico un artículo referido al poeta Lorca con el título 'Federico García Loca' ¡Qué cabrón! ¡Vaya personajes que andan por ahí!

Estuvo dudando en si ir o no ir. Al final cogió el tren.

Llegó el 4º día. A las 5 de la tarde, como en el poema de García Lorca. Y a esa hora había algo en plaza de toros: un émulo de Kronne 'presentará su colosal Circo en el cual figurarán las más terribles fieras y los más acreditados' tontos, pollospera y...'

-Conmigo que no cuenten.

Se hospedó en la fonda La Florida de la Calle Real. Paseó por la rua principal llena de chiringuitos y abarrotada de gente. Sobresalían por su corpulencia y elevada estatura los emigrantes rumanos. Rubios y sonrosados.

Al poco se desvió del bullicio general y se vio metido en calles o callejas solitarias. Recuerda que en una pared pintada de azul ponía 'Mezquita de la Paz'. De su puerta salían, es un suponer, devotos musulmanes: tez bronceada, pelo y bigotes negros y algunas barbas floridas.

Siguió adelante deteniéndose un poco en un espacio que consideró recoleto, agradable, solitario. Plaza del Velón rezaba. Y estaba rodeada de dos casa abiertas, dos cerradas y un muro casi cubierto de enredaderas, tras del cual trepaban hasta el cielo algunos árboles.

Se acostó temprano y tuvo un sueño del que sacó la conclusión, nada original por cierto, de que en la información que nos dan muchas veces esconden la verdad con inconfesables intenciones.

Sueño que, al día siguiente, estando en la esquina de la avenida principal con la de Antonio Peña Segovia, le venía a la memoria de cuando en cuando, mientras miraba el ajetreo de las gentes. Iban llegando carretas engalanadas y burros enjaezados quienes más tarde, según el programa, emprenderían camino del Valladar que debía ser un lugar del término municipal. Allí habrá comida. Comida 'el que la lleve o la haga y ya se sabe que el que la hace la paga'. Pero no se queda esa cabalgata con el solo condumio, no. Anuncian 'bailes, gallinita ciega, cuatro esquinas, partidas de mus, pesca de merluza y demás entretenimientos campestres'.

Este espectáculo le aburría. Lo que buscaba no aparecía y para el romance, para el 'baile de tres', faltaban dos días que le iban a resultar eternos. Se estaba arrepintiendo de haber ido.

Junto a él se arrimó a la pared un numeroso grupo de marroquíes, argelinos o... vete tu a saber: en pocas palabras moros o árabes. Al que se juntaron otros tantos coterráneos saludándose con la mano uno tras otro. Un buen rato. Siempre le había chocado esos gestos tan ceremoniosos o protocolarios. Quizás fueran propios de su cultura o de la alegría de verse con otros miembros de su patria en tierra extraña.

La cabalgata inició su marcha y él se dirigió a una calle paralela a la principal, Juan Fernández Yagüe. Parece ser que fue un cura este señor. Entre fascistas y curas está lleno el pueblo. El día estaba fresco y pasó a la acera de la derecha que daba a la solana.

-Me calentaré sin quemarme.

Lo decía por el sueño que ahora volvía a sus mientes. Era un sueño que, como siempre le pasaba, el principio se hundía en una nebulosa de inconcreciones, de un detalle poco preciso, algo cierto que se le escapaba y al mismo tiempo creía saberlo. Palpaba el suelo porque había peligro de que se le calentara en exceso. y muriera achicharrado alguien. En concreto su madre. Pero alguien más. Su madre que estaba en un lecho, en una cama. Continuamente acudía a tomar la temperaura. Comprobaba inquieto que, efectivamente, quemaba. Sabían que cocía la tierra. Se levantaba en burbujas. Hasta que una vez, comiendo o cenando, la televisión revela el misterio: estaban en zona propicia a movimientos sísmicos. Alguien dijo que al excabar habían descubierto la lava al flor del aire y se había dedicado a taparla con un bloque de hormigon. Y así la habían dejado. Es decir estaban encima de un infierno y serían condenados. Si nadie lo remediaba.

Aunque los sueños parecen siempre, o casi siempre, ilógicos, los suyos no tenían un desarrollo completo de trama. Solo jirones. Lo que le dejaba confuso.

El aire movía las ramas de los árboles produciendo un sonido de caducidad. El verano se terminaba. Miró al fondo de la acera. Nadie. Hasta él llegaba, eso si, el rumor sordo del gentío pero como acolchado. Por lo que estaba a gusto. Y el sol bañando su cuerpo de calor ayudaba a este estado de bienestar.

-Por una de estas casas, pensó, vive la madre de Concha Barbero de Dompablo. No todo son curas y fachas.

Una escritora que conocía y había escrito un libro, 'Palabras para el bienestar'. De una linealidad, sencillez y claridad admirables.

A lo largo de la acera había bastantes poyos. Se sentó en uno que tenía forma de sofá, con respaldo inclinado y todo, Solo faltaban los brazos.

Miró a izquierda y derecha. Nadie. Por la acera de enfrente, por la umbría, caminaba un hombre, andar cansino, rostro triste, cabeza calva, bronceado. Recordó haberlo visto salir de la mezquita. Lo siguió con la vista. Se fijo en la cruz gamada pintada en la pared. Sus brazos parecían uñas. Aunque él nunca supo en que dirección tenían que tener los brazos, si se dio cuenta que parecían unos brazos crispados. A continuación se leía una pintada: 'En esta calle algunas piedras son más duras que el alcalde'. El hombre se alejó.

Cruzó los brazos. Cerró los ojos. Así debía ser la vida: ajena a conflictos. Un mundo donde el sol calentara los cuerpos llenándolos de bienestar. Un estado de placentera bonanza. Para recitar a Porfirio Barba Jacob: Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos,/niñez en el crepúsculo, laguna de zafiro/que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza, /y hasta las propias penas nos hacen sonreír...' Puro espíritu. Sin nazis, ni racistas, ni caciques. Bogando con barcaza por un mar en calma chicha.
Se dejó llevar por olas de mansedumbre, hasta que unos gritos le sobresaltaron logrando que sus ojos se abrieran a la cruda realidad de un mundo sin firmamentos angelicales. Los gritos siguieron, aunque menos fuertes. Luego el silencio, la paz, volvió a la calle Juan Fernández Yagüe. El eco de la cabalgata se iba apagando.

Se levantó del poyo y prosiguió su andadura acera adelante. ¡Aun dos días hasta contemplar el 'baile de tres'! Y sin un conocido con el charlar. No había calculado bien el viaje. El pueblo era pequeño, pero no tanto como para encontrar facilmente aquello que buscaba. Aparte de que, si tuviera que describirla, tampoco sabía. Por no acordarse no se acordaba ni que le había dejado el programa de fiestas. Ni su nombre.

Se sentó en otro poyo. Este, si, tenía brazos. Uno solo. En la parte derecha. Un poyo cuyo brazo hacía esquina con una calleja. Calleja que atravesaba la calle y continuaba hasta la avenida principal. Ya apenas pasaba nadie. Estarían todos camino del llamado Valladar. Y él aquí solo. Bueno solo no, más adelante estaba una mujer sentada en otro poyo con una maleta al lado. Sola como él.

-Esperará a alguien -pensó.

En este tramo de la calle había varios poyos separados por escaleras de entrada a las casas. Y dos de estas escaleras estaban artisticamente adornadas y pintadas de un marrón claro tirando a naranja. Un sencillo apéndice arquitectónico, este de los poyos, cuyo fin era el descanso a la atardecida, incluso a la noche, en charla amigable con el vecindario. Como una terraza para la gente del pueblo. Unos sillones pétreos pero que, con una almohada, dejan su dureza. Poyos donde se fraguaron amores. Donde se tramaron traiciones. Donde se criticó o se ensalzó la labor de gobernantes nacionales y municipales. O se recitaron poesías o se contaron chistes. Donde se derramó lágrimas. O se prorrumpieron carcajadas. En fin, o se esperó la muerte.

Habían pasado varios vehículos y la mujer seguía sentada. Con su maleta al lado. No debía ser del lugar porque sino estaría en marcha camino de la romería. ¿Qué haría allí? Parecía un poco triste. ¿Triste? ¿Desde donde él estaba había captado su estado de ánimo? ¿Que datos tenía para hacerle sacar esa conclusión? Ninguno. No eran muchos metros, pero, aun así, no podía captar su rostro con claridad. Fantasmas de su imaginación. Siempre con sus ensoñaciones. El silencio ahora era casi total. Excepto el rumor de las hojas de los árboles, nada enturbiaba ese silencio. De las casas, todas con las ventanas cerradas, no salía voz alguna.

El pueblo se había vaciado en romería.

Miró hacia la mujer. Seguía impertérrita. Mirando al frente. A la calzada. Y con la maleta al lado. De pronto, él se dió cuenta golpeándose en la frente:

-¡Claro! La han echado de casa. Los gritos decían: '¡Que te vayas de una puta vez, coño! Claro...

¿Y a él qué le importaba? Nada. Absolutamente nada.

Aunque... esa indiferencia no era precisamente la base por la que se guiaba. Ni siquiera era una característica de la cultura que había mamado. Los quijotes -podrán reirse los que lean esto- eran semillas sembradas en los campos de España. Y él era español. Y a mucha honra. Y con eso no quería transformarse en un nacionalista, no, pues ese quijotismo fue elevado a categoría de generosidad universal desde que Cervantes lo pariera. Todos los pueblos del mundo lo tiene como suyo. E incluso poseen su quijote particular.

Sin ir más lejos el poeta martiniqués Aimé Cesaire había dicho (y eso que su morada, en las Antillas, estaba alejada miles de kilómetros del hogar patrio español y separado, para más inri, por el mar océano)aquello tan quijotesco:

-No te guies por la actitud de espectador pues un hombre que grita, una persona que sufre, no es un mono que danza.

-Asi que -se dijo- levanta el culo de este poyo. Y acércate a apoyar o a animar o a consolar a esa dama que, allí, triste, se ve. Tienes suficientes datos, suficiente información. Casi toda. No como en el sueño, al principio. Sino al final.

Opoyándose en esa apoyatura, se dirigió a la mujer que seguía sentada pocos metros más allá. Llegando a su altura su timidez le empujó a pasar de largo y contestar débilmente al saludo de ella.

¿Qué mas quería saber? ¿Qué necesitaba para darse cuenta de que la pobre mujer se sentía sola y abandonada? Se dio cuenta de que el saludo quería decir algo. Era una invitación a que socorriera su desgracia. No podía permanecer indiferente en actitud de un espectador. Ni hablar. Era una cuestión de principios.

Dio la vuelta. Se acercó, La miró y le dijo:

-Hola.

-Creí que no me habías conocido.

-Tu cara me resulta conocida.

-¿Conocida? Pero tú, ¿de qué vas, tío?

-No sé... que quiere decir.

-¡Vamos ya! Nos conocimos en Madrid. En la presentación de libro de José Esteban.

-¡Claro! Y de Urbano Blanco Cea.

-Y pasabas de largo. A pesar de aquellos vinos que nos tomamos...

-Recuerdo que me hablaste del 'Baile de tres'...

-¡Qué cabrón! Y se hacía el despistado. ¡Joder!... ¿Que coños haces en mi pueblo?

-¡Bueno, bueno!... Nada. Buscándote. ¿Y tu, qué haces con esa maleta?...

-¿Me buscabas a mi?... ¡Que risa!

-En serio. Te lo digo en serio. ¿Te ibas de viaje?

-Has dicho bien: me iba... a Madrid. Ahí viene el Sindo.

-¿Quién es Sindo? ¿Tu novio?

-¿Mi novio? ¡Si seré gilipollas!... No, es el conductor del autobús.

-¿Gilipollas?... ¡Que cosas!... ¿El coche va a la estación?...

-Si. Hacia allí se dirige. ¿Te vas?...

-Me vuelvo a Madrid. Aqui ya no tengo nada que hacer.

-Yo me quedo. Tampoco tengo ya nada que hacer en Madrid.

lunes, 7 de mayo de 2007

Iswe Letu: ¡Qué hambre de baile tiene!


se ríe de los adornos

Va cantando y bailando, bailando y cantando; y su voz se percibe ya desde muy lejos.--"Sobre la llanura, // mis negras grullas, // pesquen en las aguas, // después de las lluvias." Su belleza, que se ríe de los adornos, parece iluminar los caminos y... ¡qué hambre de negra danza tiene!

Cuando llega al mercado -y este mundo, lo sabéis, es un mercado- no se deja comprar, riéndose además de las que, sentadas, esperan, sin moverse, al futuro comprador. Ella no puede estarse quieta y se pone a cantar y a bailar, a bailar y a cantar:

--"Sobre la llanura, // mis negras grullas, // pesquen en las aguas, // después de las lluvias." --¡Venga, venga!: ¡qué yo vea redondas kolas sobre mis hombros! ¡Y, ese, el barquero: que prepare y traiga su barca! ¡Ah, mi corazón está henchido y dichoso! Y..., ¡vosotros!..., ¡los que compráis amor a cambio de dinero!: ya os lo digo...: viviréis privados de paz toda la vida.

Su belleza, que se ríe de los adornos, deslumbra los caminos y además... ¡qué hambre de danza tan negra tiene!

--"Sobre las llanuras, // mis negras grullas, // pesquen en las aguas, // después de las lluvias." Prosigue ennegreciendo los caminos con su cante y con su baile. Y su voz se oye ya desde muy lejos...

Pero tanta firmeza da mal que pensar. Y no son muchos los que se le acercan confiados.


domingo, 6 de mayo de 2007

Iswe Letu: Ni Pan ni Vino


ni pan ni vino

(para una antología contra el racismo)

Ni tiene pan, ni vino. Kuka es, en medio de las mujeres y del polvo rojo que las circunda, enclenque, escuchimizada, delgadísima, casi enana... Kuka es como una jabalina entre lanzas clavadas en la tierra.

Ha venido caminando durante días, aureolada por el frío, el polvo rojo y las moscas, pues ha sido expulsada de la aldea. Antes gustaba de comer habas egipcias, como las chicas de Astiz; o se deleitaba con la mamiya, como las jóvenes de Erraskin. Pero ahora, no tiene pan, ni vino.

Sin embargo..., ¡ah, sin embargo!... Aunque ha sido atacada por el hielo y la ardiente sequía, como es tiempo fecundo en adivinos (tiempo de tramposo optimismo), sus dientes vienen colmados de una extraña y blanca alegría... E inocente espera.

¡Inocente!... Inocente alegría como caldera de mondongo entre pucheros vacíos... Espera algún acontecimiento... Por eso mira sin cesar, mira continuamente, mira sin tregua, mira con los ojos fijos hacia el confín del horizonte en toda la rosa de los vientos.

Nadie a la redonda. Nada por ninguna parte. Pero espera. Espera y se engaña. No tiene tan siquiera un trozo de pan, ni un trago de vino de palma, ni una gota de agua, que llevarse a la boca.

Además, en ella, todo un bosque por cierto, se ocultan, temblando y sonriendo, los espíritus del miedo...De ese miedo ancestral que sabe elevarse continuamente hacia el azur... Miedo que poco a poco se van adueñando del lugar...

No hay gato montés que se encarame tan ligero, como Kuka, por sus ramas celestiales. Y, parece mentira, pero es la trágica y triste verdad , que no ha comido ni una pizca de alimento en muchos días. Desde que unos hombres, les llamaban monjes, la trajeran de otra aldea, -dicen que liberada de la esclavitud- donde machacaba continuamente el mijo, pero comía. Luego, los hechiceros y sus progenitores y las hambres del entorno la echaron del lugar.

Empero, como ahora es ese tiempo... -para unos, sorprendente y para otros, embustero. Más mentiroso que el lenguaje de estos días... Donde reina por doquier la ensoñación, el sortilegio, el hechizo, el embrujo...

Kuka es todo eso y mucho más: ¡es un milagro!... Por lo que aún palpita su corazón teniendo tibios los miembros... Y sus párpados... ¡ah, sus párpados!... no cubren por completo todavía sus ojos relucientes.

Kuka, es hija y nieta de la Hambre Viva y... del Capital Hambriento.

domingo, 21 de enero de 2007

FANNY RUBIO: Ja-Li

JA-LI
Por Fanny Rubio (*)


Todo comenzó el día en que –por primera vez en toda mi vida- Wei se olvidó de mirar hacia donde yo estaba. Jamás había ocurrido: cada que pasaba cerca de la puerta, que nos dividía, silbaba, daba con los nudillos en el picaporte y esperaba a ver reflejada al otro lado del cristal mi cabeza, inquieta al percibir su proximidad. La verdad es que, desde que tengo recuerdos callejeros, yo salía a su encuentro cuando percibía su cercanía a aquella casa, colgada de una colina de la ciudad, tras su jornada de trabajo en la fábrica que la retenía casi todo el día. Raras veces venía a buscarme al solar donde yo acostumbraba a esconder mis reservas alimenticias, artilugios para la dentadura y exquisitos huesos y cuadraditos de calcio en proporciones que ella llamaba ‘queso’, pues mi intuición recuperaba su presencia antes de escuchar la señales que de lo alto me enviaba. De una manera u de otra, casi al anochecer, echábamos a andar a las afueras de la ciudad mirando como verdaderas urracas todo lo que en el campo cercano se escondía de la urbe: nidos de águilas donde los pollos cambiaban de plumaje mientras aprendían a pronunciar ‘auc’, ‘auc’, ‘auc’ o la persecución de una lagartija trasnochadora por otro pájaro cualquiera buscapresas. Seguíamos con la vista a las migradoras camino del norte y descubríamos de entre todos los grupos a las heridas, rezagadas, a las que atraíamos con quietud y atención extremas. Ella me hablaba lentamente de los pájaros reconocidos como si fueran de su raza: el halcón, por ejemplo, tenía bajo el ojo una manchita roja símbolo de la fecundidad universal y era –según decía- la esperanza de la luz en el que vive en las tinieblas; el águila se escapaba a dos mil metros para huir de los hombres.
--Aunque le llamen altitud, es una huída- se decía muy segura.
En los últimos meses habíamos conseguido un cierto entendimiento según viniera la estación: el verano solía quedarme algún tiempo en la terraza de la casa de la colina, en donde yo poseía un reducto de consuelo y sombra cuando dejaba las peleas de mis iguales, y era entonces cuando ella me retenía ya entrada la tarde una vez liberada del estricto horario de trabajo en un lugar en el colocaba -entre cientos de compañeros y una decena de jefes- pequeñas piezas de metal dentro círculos dorados que medían el tiempo. Llegaba y permanecía horas y horas sentada en la sillita de bambú y miraba con atención hasta que yo participaba de sus proyectos de camino con alegría manifiesta y planes tendentes a descubrir nuevas aves del cielo para el día siguiente. En cambio, en invierno, yo era quien pasaba a su ámbito después de dar uno de mis paseos por las afueras de la ciudad desde donde podía contemplar la balconada de la casa de la colina y, finalmente, no había jornada que no cuajara en una reunión de, por lo menos, seis horas.
Sin embargo, aquel día en el que todo comenzó –pese a que fuera invierno-, no dispusimos del tiempo de otras veces. Ni ella ni la visita que apareció de pronto repararon en mí, pero yo sí; y debo confesar que no me hizo demasiada gracia. Las visitas eran muy raras en la casa de la colina y aquella era una vista poco cordial (sin abrazos, ni presentes, ni queso, ni alegría) que yo seguí con la lengua desde el otro lado del cristal que me separaba de la reunión. Wei, con chándal blanco, pasó de largo con ellos por el pasillo de al planta alta hacia el saloncito en el que a veces en invierno nos quedábamos horas y horas jugando alrededor de una taza de té. Uno de los hombres, con lentes, portafolios y muy poco cabello, habló durante largo rato de lo que estos documentos decían; el segundo, el más joven, sonreía cortésmente a Wei hasta que ella terminó de firmar uno de los papeles que había leído el mayor muy despacio. Entonces el joven sonriente recuperó su expresión natural, ya sin rictus, se levantó con prisa y arrastró con él de un salto al señor de la calva y el portafolios mientras ella preguntó algo (imperceptible desde donde me hallaba) al visitante más anciano que el señor calvo contradijo con un tajante movimiento de cabeza camino de la puerta, dejando a Wei esperando al tiempo que los hombres se apresuraban a decir adiós y escapar a buen paso como pude comprobar a través del cristal que separaba mi zona de la de ellos. Las dos sombras rozaron la barrera donde yo había estampado mi hocico con interés, golpeando con sus gruesos zapatones el suelo y dejando tras de ella a Wei, silenciosa y leve como su fuera de puntillas y vestida como acostumbraba, con el chándal blanco de ribetes azules.
Delante de la casa había crecido un sauce, un sauce alto cuyas ramas más altas caían junto al columpio rosa sobre el que Wei cantaba para mí. Parecía un flaco gigante plateado venido abajo. Será por eso que dicen que los sauces lloran. Este lloraba, sin lágrimas, interminablemente, por lo supuse que debía de ser muy mayor. Y cuando Wei dejó de ir a la fábrica donde se preparaban los círculos dorados que medían el tiempo después de la visita, empleaba casi todo su tiempo en mirar a los alrededores, incluso al sauce. Y el sauce se crecía.
--Una ciudad llena de sauces es la estancia de la inmortalidad- repetía en mi oído mi dulce compañero Wei.
El día de la visita yo permanecí largamente detrás de la reja sin esconderme ni andar en lo mío, ni escaparme al solar de mi tribu. Ella llegó sonriendo a medias –haciéndome entender que no pasaba nada cuando yo tenía la seguridad de que algo extraño había en el ambiente-. Rascó mi frente como solía y me dijo:
--Jali, nos han dejado sin trabajo, comeremos de lo que sobre a los pajaritos.
Me tomó en brazos como acostumbraba solo en los días de fiesta, colocó sobre una mesa baja de madera un tubito de capsulas que iba gastando cada hora desde que la visita se marchó y se sentó, conmigo en su regazo, en el balancín rosa al mismo tiempo que susurraba su canción preferida: ‘este es el lugar, Ja-Li, donde las palomas visitan a los humanos’.
A partir de ese día y desde muy temprano, mirábamos cada mañana y uno a uno todos los pájaros de la ciudad, y ellos, sin duda –convencidos de que Wei defendía una ciencia antigua que adjudicaba al excremento poderes sagrados- sembraba el mirador de una especie de lluvia fina y negra que era recibida por Wei como muestra de cordialidad. Después mi compañera cantaba nuevamente sobre el balancín rosa la canción del lugar donde las palomas visitan a los humanos ofreciendo su sauce para refugio de las aves heridas.
Así que Wei, el sauce y yo comenzamos a vivir una vida ‘sauce. Llamamos a la terraza de la ciudad de Tien-ti-huei, ciudad de la inmortalidad, en el que el sauce es el árbol de la vida, el eje verde sobre el han posarse a tomar impulso los pájaros errantes, desde los mirlos cantarines a, por ejemplo, el indiscreto y burlón cuco. Cuando alguno de ellos se presentaba yo iba a todo correr hasta el cuarto donde Wei pensaba ponerla en aviso de los huéspedes cotidianos y salíamos juntas hasta la terracita, y una vez añadido el compañero, volvíamos a balancearnos con ellos de corona anudadas en la rama más larga del sauce. Era todo tan bello que Wei llegó a poner en mi oreja estas palabras:
--La felicidad es como esta paz, por eso no tiene por qué durar; y la muerte también, un mar hecho de olas de paz que mueven el balancín de nuestra vida hasta que cesa el ritmo.
Aquel año Wei y yo y el sauce permanecimos horas y horas en esa especie de goce que solo entendíamos los tres balanceados: ella en posición sedente con su chándal blanco de ribetes azules y yo con la cabeza entre sus corvas, el morro hacia la brisa que llegaba del norte y el sauce viéndonos de frente y melancólico de gusto. Tan felices éramos los tres que Wei no se incorporaba más que para reponer el agua de mi cuenco, al tiempo que nos piropeaba al sauce y a mí.
Hasta que un día Wei miró más tiempo que de costumbre al árbol. Estuvo largo tiempo acariciando una de sus ramas hacia arriba y hacia abajo, hacia abajo y hacia arriba, y cantando la canción de nuestra casa como el lugar de las palomas con el mismo chándal blanco de ribetes azules, pero sin volver la cabeza hacia donde yo estaba. Enredé mis orejas por entre sus piernas para ganar su atención, morreé los pies de mi dulce amiga con la insistencia de mi género, quise saltar hasta su cuello, pero ni entonces reparó en mí. No me advirtió ni una sola vez, ‘tranquila, Ja-Li, vale ya’ con el nombre que escogió para mí la primera vez que nos encontramos (y que quiere decir en esta lengua ‘no tiene ninguna importancia’, sigue, sigue’) sino que descubrí de pronto que ahí estaba yo solo en mi puro salto. Porque mi triste Wei dibujó una voltereta sobre la barandilla de la terraza que daba al sauce en la colina más alta de la ciudad de las palomas que la llevó directamente al sauce y de allí al suelo, suave y en progresión, como si se tratara, en el descenso, de uno de esos toboganes de parque alrededor de los hacen cola los niños. Por primera vez observé a Wei con vocación de pájaro al verla deslizarse con su cabello ondulado y brillante y su chándal blanco de ribetes azules sauce abajo y luego volar unos segundos hasta que su cuerpecillo de balancín se detuvo en seco con un solo ruido sobre la arena de la calle, donde un corro de gente parecía preparada para un espectáculo de mayor importancia.


Fanny Rubio



(ESTE RELATO DE FANNY RUBIO APARECIÓ EN EL Nº 2, EN LAS PÁGINAS 12-13-14-15 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO' DE JUNIO DE 1993)

(*)Fanny Rubio es doctora en Filología Románica, en la actualidad es profesora Titular de Literatura en la Universidad Complutense de Madrid, después de haber ejercido como docente en la Universidad de Granada y haber sido Maitre de Conference en la Universidad de Fez. Colabora en prensa y televisión. Dirigió los Cursos de Humanidades de la Universidad Complutense en El Escorial y ha sido conferenciante en numerosas Universidades (UIM, El Escorial, Salamanca, Sevilla, Vitoria San Sebastián, Lisboa, Nápoles, Clemont Ferran, La Paz, Santiago de Chile, Montevideo, Berlin, Rabat, Nueva York City Kansas, etc)
Después de haber sido premiada con el "Ciudad de Jaen" por sus primeros poemas, adolescentes, ha publicado libros de poesía y narrativa breve: Acribillado amor, en VV.AA, Poemas, Madrid, Premio de poesía de la Universidad Complutense, 1970; Retracciones, Madrid. Ediciones Endymion, 1979, Reverso, en Maillot Amarillo; 1988; Retracciones y Reverso en Endymion 1989 Dresde, Madrid, Ediciones Devenir, 1990 ; En Re Menor, Málaga, Colección Tediría, 1990.Cuentos: A Madrid por capricho, Madrid, Libros del Tren, 1988. En prensa, Fuegos de invierno bajo los puentes de Madrid, (Madrid, El tercer nombre, 2006)También ha publicado libros de crítica literaria: Las revistas poéticas españolas (1939-1975), Madrid, Edtorial Turner, 1976, recientemente reeditada en facsímil por el Servivio de publicaciones de la Universidad de Alicante; Edición fascímil de Pueblo cautivo /Anónimo 1946), Madrid, Hiperion, 1978; Aportación a la historia de la poesía española de la posguerra. Las revistas de poesía (1939-1970). Hacia una bibliografía total, Granada, Tesis Doctorales de la Universidad de Granada, 1975; Poesía española contemporánea. Historia y Antología (1939-1980), Madrid, Alhambra, 1981 (en colaboración con José Luis Falcó); Noticia de Gabriel Celaya, Madrid, Biblioteca Nacional, 1987; Cuadrantes (artículos), prólogo de Rafael Alberti, Jaén, Diputación de Jaén, 1985; Edición, prólogo y notas de Hi jos de la ira de Dámaso Alonso, Madrid Espasa Calpe, 1981 y Epigramas de El Escorial de J-A. Goytisolo (premio Ciudad de Barcelona, 1995). Su último libro de ensayo hasta el momento es El embrujo de amar, Madrid, Planeta, Temas de Hoy, 2001.Durante los últimos quince años se ha dedicado a la novela: La sal del chocolate, Barcelona, Seix Barral , 1992; La casa del halcón, Madrid, Alfaguara, 1995; El dios dormido, Madrid, Alfaguara, 1998; El hijo del aire, Barcelona, Planeta, 2001. En bolsillo, El dios dormido y La casa del halcón (Madrid, Punto de Lectura, 2002) Es editora de El Quijote en clave de mujeres (Madrid, Editorial Complutense, 2005)

sábado, 20 de enero de 2007

JAVIER MINA ASTIZ: Segunda Sombra

SEGUNDA SOMBRA

Por Javier Mina(*)

La nómina de perdedores de sombra que hasta hace bien poco contaba en mis anales con la escueta presencia del personaje bosquejado por Adalberto von Chamizo, Peter Schlemihl, se ha visto engrosada por Juan de Atarrabio, sorprendente fichaje de la propia cantera Navarra. Fruto de la sensible pluma romántica uno, y procedente, el otro del robusto arcón de la leyenda, comparten la condición de desombrados y el mismo respeto por el Más Allá.
A instancias de un misterioso caballero vestido de gris, el pobre Peter Schlemihl accedió a vender su sombra por una bolsa de la que salía oro inagotablemente. Peter creyó haber hecho el negocio de su vida, mas, en cuanto se percató del horror que producía entre sus semejantes la humilde peculiaridad de carecer del taciturno complemento, de nada le valió derrochar riquezas: la gente se quedaba con el oro y con sus prejuicios, si cabe todavía más exacerbados por cuanto la avaricia suele agudizar el odio.
Lleno de dolor se fue apartando de sus semejantes, y, cuando ya se había mas o menos resignado al singular ostracismo, hubo aún de renunciar al amor de una bella, sencilla y candorosa muchacha que carecía de la entereza suficiente para aceptarle sin sombra.
Aprovechándose de que el poder de Peter no se resignaba a perder a la hermosa doncella, el caballero vestido de gris trató de revenderle la sombra, pero no a cambio de la inagotable bolsa de oro sino según precio reactualizado y cuasi inflaccionista, pues le pedía nada menos que el alma. Tras titánico tira y afloja, Peter Schlemihl se sobrepone al chantaje moral y prefiere no comprometer la salvación eterna por guardarse de una virtud al fin y al cabo tan corriente como la misantropía.
A fin de romper para siempre con el astuto revendedor arroja a un precipicio la bolsa expendedora de oro y hecho un pobre de solemnidad decide encerrarse de por vida en una mina de carbón donde además de ganar el sustento nadie echará en falta su sombra. Mas hete aquí que necesitando unas botas adquiere sin saberlo las de siete leguas y podrá dedicar el resto de sus días al solipsismo más puro, solamente mitigado por el estudio de la fauna y la flora de los países que visita.
La leyenda Navarra presenta respecto a la romántica de Adalberto von Chamizo particularidades notorias. Desde luego Juan de Atarrabio no pierde la sombra por una cuestión de compraventa sino gracias a una lección de astucia.
Resulta que en el infierno se impartían lecciones destinadas a un alumnado mortal entre el que figuraba el bueno de Atarrabio. Concluido el cursillo, hubieron de salir en hilera del infierno y a la voz de ‘El que viene detrás’ contestaban a la pregunta del demonio guardián sobre quién se quedaría en el infierno para siempre, contraprestación, por lo visto, del singular magisterio.
Juan de Atarrabio, que era el último de la fila, veía ceñirse sobre si el castigo eterno, pero, lejos de desmontarse, responde como los demás, y el demonio, sabedor de que quedaban pocos por salir y temiendo le burlasen, clavó la lanza en el que creyó su rehén y no era otra cosa que sombra, la sombra del astuto Juan.
El hecho de haber sido desposeído de la sombra no pareció incomodar sobremanera al aplicado estudiante que, después de haberse doctorado en diabluras cambia de azimut y se ordena sacerdote. La ausencia del negruzco aditamento tampoco parecía requerir la atención del respetable, y así, ni familiares ni feligreses ni amigos le echan en cara –contrariamente a como hacían con el atribulado Peter- que ande por el mundo despojado de tan común, universal y congénito atributo.
Pero es sin contar con el propio Juan que, conforme pasan los años dejando atrás la arrogancia juvenil, se huele que le han permitido ingresar en el paraíso horro de sombra, y ello a pesar de que, por consentimiento superior, su querida sombra se le reintegra cada vez que consagra la hostia en la santa misa.
Dispuesto a poner coto a sus zozobras y remediar la ausencia del imprescindible apéndice urde, de acuerdo con el sacristán, una trapaza en que se echa de ver la no inmerecida fama de brutos que nos achacan a los navarros.
El bueno de Juan de Atarrabio provee al sacristán de un garrote instándole a observar las instrucciones que con nunca vista exhortación de temor divino y prolijo de talle le prodiga poco antes de misa. Conforme ésta avanza, el chupacirios tiembla haciendo vibrar ominosamente la cachava pero oportunos reojos del oficiante le meten en cintura: ha de cumplir aunque le duela. Sin embargo, es casi seguro que más le dolió al propio coordinador del auto sacramental, pues, no bien eleva la Sagrada Forma, que el formidable sacrismoche se lanza sobre él descargándole en la crisma semejante garrotazo que ya el alma se le sale por las resquebrajaduras craneales.
Cabe suponer que el alma sonreiría (el cuerpo no estaba para semejantes trotes) viendo cómo la sombra, cogida en la trampa de la Elevación y el bastonazo, quedaba soldada para siempre a los despojos del difunto Atarrabio.
Por si fuera poco brutal la gentileza del machacamiento aún añade la leyenda truculenta coda: el pobre rapavelas además de rey de bastos hubo de hacer de destripador, ya que Juan de Atarrabio dispuso que le arrancara el corazón y lo dejase sobre una piedra para certificar si sus restos habían volado al cielo o al infierno, cosa que quedaría patente según lo tomara en el pico una blanca paloma o un torvo cuervo. Ni que decir tiene que la mensajera fue la paloma, pero la leyenda silencia la suerte corrida por el destinatario del sanguinolento mensaje, ¿acaso lo habrían colgado por culpa del precavido malasombra?

Javier Mina

TOMADO DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 2 (JUNIO DE 1993), PÁGINAS 18 Y 19

(*)José Javier Mina Astiz
Javier Mina nace (Pamplona 1950), crece (a razón de varios libros por año y algunos centímetros sensibles, en el cordial odio al próximo, sus pompas y circunstancias pero principalmente sus dogmas) y se multiplica: Más la ciudad sin ti...(Premio Príncipe de Viana, 1985), Las camas de Emma (premio Ciudad de Irún de ensayo, 1990). Y aunque cuente, cuenta no presentarse a más certámenes por temor a estropear el porcentaje.

miércoles, 17 de enero de 2007

Jacinto Herrero Esteban: La CULEBRA y la LECHE

LA CULEBRA Y LA LECHE

Por Jacinto Herrero Esteban

Hace ya años que anduve por Muñotello, aldea cercana a Avila, tratando de hacer mi primer trabajo lingüístico y, al amor de la lumbre, espumando una sartén de leche de cabra recién ordeñada, oí una leyenda popular que explicaba el origen del pueblo (técnicamente hablando, una narración etiológica) La viejecita iba quitando la espuma blanca de la sartén colmada de leche. Nunca había visto algo igual, aunque nacido y criado en un pueblo, porque la leche en el mío se cocía en una perola y se retiraba del fuego cuando subía para luego aprovechar la nata amarillenta y mantecosa.
Fijos los ojos en la espumadera, miraba los movimientos lentos de mi huésped y su voz aclaraba el misterio del nacimiento del pueblo. Porque Muñotello no estaba aquí, sino un poco más arriba en la ladera, al resguardo del cierzo, en la solana. Y es que una vez invitaron a todos los vecinos a una boda, creo que era una boda, que usted en esto no me haga caso, pero, eso si, estaban invitados, o sea, que comerían juntos, ¿me comprende?
-Acérqueme ese dornajo para echar esta espuma. Eso es.
-Bueno, le decía que compraron vino para la comida y traían la cántara sobre la cabeza -¿me comprende?- y ávate que un águila culebrera iba volando por encima del muchacho que traía la cántara de vino, y la culebra, que había cazado el águila, se defendía, claro, y quería hincarle el diente, pero el águila culebrera la apretaba y la apretaba…
-¡Cuidado, que se va a derramar la leche!
-No creas, hijo, que esto es cosa de cada día.
Decía… pues así es que el águila apretaba a la culebra y la culebra soltó el veneno y mire por cuanto acertó a caer en la cántara de vino. Así es que los invitados bebían un vino envenenado.
-¿Y qué pudo pasar?
-Pudo pasar y pasó que no todos bebieron, pero los que bebieron, al rayar el sol, estaban muertos. De modo y manera que la boda se volvió duelo, como usted me oye; que así fue. Pero como nadie sabía lo del águila, que cómo lo iban a saber, pues corrió la voz de que eran las aguas. Así que se vinieron a vivir más abajo, aquí en medio del valle, que ya ve usted que esto es más húmedo, que más sano sería estar en la ladera, creo yo. Y así fue como Muñotello está aquí cerca del agua y entre estas piedras y estos árboles que dan mucho frescor en verano. Y a mi me gusta, ya le digo, a lo mejor porque me he criado aquí y sé defenderme del frío en el invierno, que en verano buen sitio es este para las cabras y para los hombres también. Y ahora con la carretera la capital está más cerca.
Pero la historia no termina aquí. Ya dije arriba que esto parece una leyenda etiológica. Lo que sucede es que, andando el tiempo, vine a poner los ojos en Sendebar, un libro de cuentos que vino de la India a través de los árabes y que el infante don Fadrique mandó traducir allá por 1253; y allí estaba, en el Sendebar, el cuento de Muñotello con este título: Ejemplo del home e los que convidó, e de la manceba que envió por la leche, e de la culebra que cayó la ponzoña. Poco cambiaba de lo que había oído en Muñotello: la cántara era de leche y no de vino; el águila culebrera eras un milano, y no bebieron todos sino unos pocos invitados. Así que este era un caso curioso de transmisión oral, de padres a hijos; una historia que llega desde el siglo XIII hasta la viejecita que espumaba leche en su sartén al amor de la lumbre. Nada etiológico por cierto, sino un caso de supervivencia del Sendebar, por otro nombre Libro de los engaños e los asayamientos de las mujeres.

(APARECIDO EN LA REVISTA DE LA JUNTA DE LA BIBLIOTECA PÚBLICA MUNICIPAL DE LAS NAVAS DEL MARQUÉS (AVILA) ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 2 PÁGINA 27)

martes, 9 de enero de 2007

Aurelio del Portillo: UNA ESTACIÓN ENTRE NUBES


Una estación entre nubes
Por Aurelio del Portillo

Parece una calle grande, la calle mayor de una ciudad irreal, de cine, de ésas que visitamos en ocasiones especiales cuando la imaginación concibe las ciudades y las calles sólo para la magia. No tiene adoquines ni asfaltos, casi ni suelo. Está hecha de hierro, madera, piedras pequeñas blancas y afiladas, y tiempo… Quizás no mucho tiempo… (Allá cada cual con su valoración y medida de ese Dios contra el que los hombres pintan, fotografían y escriben)
Es una extraña avenida por la que no se pasea. Sólo tiene aceras para parar o partir. O para estar y soñar. A un lado y a otro su rotunda simetría dibuja distancias. Pensamos, con mucha curiosidad, en qué hará detrás de la curva donde las montañas se tragan las vías del tren. Y soñando vamos siguiendo con el pensamiento esa doble línea, paralelas que se unirán en el infinito (según la física) y sentimos vértigo. A veces despertamos del sueño porque ese infinito puede parecerse demasiado a la muerte.
Por esa calle mineral, tallada entre bosque, transitan los trenes, la imaginación y el aire. Un aire puro que nos alimenta, acaricia e invoca: respirar hondo, vivir aquí y ahora, permanecer, ser uno más (lectores, escritores, comerciantes, ganaderos, vecinos…) habitantes de nuestro propio sueño, personajes y paisajes en un mismo decorado, espectadores y actores, aunque solo sea a ratos y no nos demos cuenta de ello.
Las estaciones son unos escenarios excelentes para rodar películas o reportajes. Eso lo sabemos bien quienes dejamos gran parte de nuestra energía en ese empeño. Cualquier encuentro, situación, acción o diálogo cobra aquí aspecto de ficción, se carga de magia en sus entrañas. No sabría explicar por qué, pero lo siento. En esa memoria fantástica que se construyó en cada uno de nosotros viendo películas, y que muchos intentamos hacer crecer ávidamente, hay cientos de estaciones de ferrocarril. Ya hace casi un siglo de aquella ‘llegada del tren’ con la que los hermanos Lumière iniciaron la alucinación colectiva del cinematógrafo. Aquello fue, de alguna manera, el primer sortilegio que embrujó para siempre los trenes y las estaciones.
Yo creo que todas las estaciones (llegar, estar, partir, soñar) son un pequeño mundo y junta a ellas gira un pequeño universo. En ‘Las Navas’ yo he tenido la fortuna de conocer algunas ‘estrellas. Las del cielo limpio de sus noches y las que protagonizan el barrio-universo de la estación. ‘Las Navas del Marqués’… Parece el título de un relato. ¿No e cierto? Y ahí está, escrito en los muros y en carteles luminosos que permanecen encendidos por las noches para que los que pasan sepan del lugar al menos de su nombre. Muchos pasan de largo. Otros cruzamos las vías.
A veces imagino que cruzar las vías del tren es transgredir una ley, violar un código especial, ser insumiso y andar a contracorriente. Porque, asumiendo los riesgos que supone, cortamos con nuestros pasos una línea rotunda y poderosa, la tachamos, ignoramos las distancias que representa y reivindicamos así que preferimos ese lugar, que nos quedamos aquí, que serán otros los que sigan la dirección que imponen los raíles. Voy de la Cantina al Martinón y del Martinón a la Cantina. (La titánica percusión metálica de los trenes como música de fondo) Dejo pasar el tiempo, con vino y con amigos.
La estación de ‘Las Navas’ está muy alta, sobre las montañas. Algún día el cielo se queda dormido en los valles. La luz es entonces muy blanca y el aire casi agua. El paisaje se convierte en humo, desaparece. Aquel día parecía que flotábamos en el vacío. Estaba con Lola y con Antonio y así, sobre nubes, paseamos hasta la Cantina (claro está cruzando las vías. El sol fue calentando, como es su obligación, y mientras bebíamos y bebíamos el vino del mediodía, las nubes treparon entre los pinos y se acurrucaron junto a nosotros. Niebla y silencio. Así era el mundo que encontrábamos, pasando un largo rato, al salir del bar. Me quedé hipnotizado por la imagen de las vías hundiéndose en la nada y me detuve en el centro, sin cruzar del todo. Lola y Antonio se alejaban hacia la casa y estuve unos minutos solo. Pero poco después algo surgió del silencio: un crujido de pasos, en la grava que sujeta los raíles, se acercaba poco a poco. Nada veía. Confieso que la fantasía ocupó, una vez más, el lugar de la razón. La imaginación dibujaba personajes en fracciones de segundo. En un lugar así, una estación entre nubes, cualquier aparición era posible. El sonido, rítmico y juguetón, aumentó su intensidad anunciando la proximidad del ‘hijo de la niebla’. Y le vi aparecer como en fundido encadenado (de nuevo todo parece cine) Era un muchacho, un niño que llevaba jersey de colores vivos hacía bailar adelante y atrás una bolsa de plástico de esas de la compra. Miraba hacia el suelo y, sin dejar de caminar como si su cuerpo no pesase (como andan los niños) De vez en cuando daba una patada a una piedra. Pasó ante mí, creo que sin mirarme, cruzando las vías. Una imagen cotidiana, un recado de mediodía, nada trascendente. Mientras el chico se alejaba el aire se movió disolviendo olores de leña y guisos, es decir, de hogar. En los raíles, aún entre la niebla comenzó a vibrar la titánica percusión metálica del tren. Y casi me pareció, cuando doblaba la curva, un intruso. Como una visita inesperada que por un momento deshizo la sensación de andar por casa que tanto me reconforta cuando estoy en este lugar.
¡Qué afortunados los que aquí viven! Los de toda la vida, y también los van y vienen, los que siempre vuelven, los que construyen sus casas en este espacio mágico junto a las vías del tren.
Caminé hacia la casa contento de compartir el privilegio.

Aurelio del Portillo es realizador de Televisión Española

DE LAS PÁGINAS 37 y 38 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO, Nº 2