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miércoles, 17 de enero de 2007

Jacinto Herrero Esteban: La CULEBRA y la LECHE

LA CULEBRA Y LA LECHE

Por Jacinto Herrero Esteban

Hace ya años que anduve por Muñotello, aldea cercana a Avila, tratando de hacer mi primer trabajo lingüístico y, al amor de la lumbre, espumando una sartén de leche de cabra recién ordeñada, oí una leyenda popular que explicaba el origen del pueblo (técnicamente hablando, una narración etiológica) La viejecita iba quitando la espuma blanca de la sartén colmada de leche. Nunca había visto algo igual, aunque nacido y criado en un pueblo, porque la leche en el mío se cocía en una perola y se retiraba del fuego cuando subía para luego aprovechar la nata amarillenta y mantecosa.
Fijos los ojos en la espumadera, miraba los movimientos lentos de mi huésped y su voz aclaraba el misterio del nacimiento del pueblo. Porque Muñotello no estaba aquí, sino un poco más arriba en la ladera, al resguardo del cierzo, en la solana. Y es que una vez invitaron a todos los vecinos a una boda, creo que era una boda, que usted en esto no me haga caso, pero, eso si, estaban invitados, o sea, que comerían juntos, ¿me comprende?
-Acérqueme ese dornajo para echar esta espuma. Eso es.
-Bueno, le decía que compraron vino para la comida y traían la cántara sobre la cabeza -¿me comprende?- y ávate que un águila culebrera iba volando por encima del muchacho que traía la cántara de vino, y la culebra, que había cazado el águila, se defendía, claro, y quería hincarle el diente, pero el águila culebrera la apretaba y la apretaba…
-¡Cuidado, que se va a derramar la leche!
-No creas, hijo, que esto es cosa de cada día.
Decía… pues así es que el águila apretaba a la culebra y la culebra soltó el veneno y mire por cuanto acertó a caer en la cántara de vino. Así es que los invitados bebían un vino envenenado.
-¿Y qué pudo pasar?
-Pudo pasar y pasó que no todos bebieron, pero los que bebieron, al rayar el sol, estaban muertos. De modo y manera que la boda se volvió duelo, como usted me oye; que así fue. Pero como nadie sabía lo del águila, que cómo lo iban a saber, pues corrió la voz de que eran las aguas. Así que se vinieron a vivir más abajo, aquí en medio del valle, que ya ve usted que esto es más húmedo, que más sano sería estar en la ladera, creo yo. Y así fue como Muñotello está aquí cerca del agua y entre estas piedras y estos árboles que dan mucho frescor en verano. Y a mi me gusta, ya le digo, a lo mejor porque me he criado aquí y sé defenderme del frío en el invierno, que en verano buen sitio es este para las cabras y para los hombres también. Y ahora con la carretera la capital está más cerca.
Pero la historia no termina aquí. Ya dije arriba que esto parece una leyenda etiológica. Lo que sucede es que, andando el tiempo, vine a poner los ojos en Sendebar, un libro de cuentos que vino de la India a través de los árabes y que el infante don Fadrique mandó traducir allá por 1253; y allí estaba, en el Sendebar, el cuento de Muñotello con este título: Ejemplo del home e los que convidó, e de la manceba que envió por la leche, e de la culebra que cayó la ponzoña. Poco cambiaba de lo que había oído en Muñotello: la cántara era de leche y no de vino; el águila culebrera eras un milano, y no bebieron todos sino unos pocos invitados. Así que este era un caso curioso de transmisión oral, de padres a hijos; una historia que llega desde el siglo XIII hasta la viejecita que espumaba leche en su sartén al amor de la lumbre. Nada etiológico por cierto, sino un caso de supervivencia del Sendebar, por otro nombre Libro de los engaños e los asayamientos de las mujeres.

(APARECIDO EN LA REVISTA DE LA JUNTA DE LA BIBLIOTECA PÚBLICA MUNICIPAL DE LAS NAVAS DEL MARQUÉS (AVILA) ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 2 PÁGINA 27)

jueves, 11 de enero de 2007

Serafín de Tapia: Un Tesoro del Tiempo de los Moros

UN TESORO DEL TIEMPO DE LOS MOROS

Por Serafín de Tapia


En los pueblos de Castilla, cuando a ciertas ruinas o parajes del lugar se les quiere atribuir un remoto origen, no exento de una pizca de misterio o de fantasía, siempre se dice que es 'del tiempo de los moros' a pesar de que en nuestro país haya habido, a lo largo de los siglos, otros muchos tiempos, como el de los romanos, como el de los visigodos, etc. Sin duda la civilización árabe es la civilización extraeuropea que más fuertemente ha impresionado a nuestro pueblo.

Había visto yo en la hoja 530 (Vadillo de la Sierra) del Mapa Topográfico Nacional, escala 1:50.000, un microtopónimo que me llamó la atención: ‘El tesoro’; estaba en las estribaciones de la Sierra de Gredos, término de Narros del Puerto, a unos 30 kms. de Avila, camino del Puerto de Menga. Una tarde de domingo de ese invierno me acerqué por allí y en el bar –el único lugar donde vi gente- me dijeron que no sabían por qué se llamaba así aquel lugar, pero que debía ser ‘por algún tesoro del tiempo de los moros’. Hasta ahí llegaba su información y su fantasía.

Mientras volvía a la ciudad reflexionaba sobre mi dificultad para fantasear sobre el asunto, a causa de que yo sí conocía el origen de aquella denominación. También pensaba en el contraste entre la fecunda imaginación que tenían los castellanos de principios del siglo XII y lo difícil que hoy nos resulta a los adultos ser ensoñadores.

Ya en casa, repasé mis notas y ficheros. Corría el año 1611 y España vivía convulsionada por la expulsión de los moriscos, aquellos 300.000 mil españoles de cultura musulmana cuya integración en la mayoría cristiano-vieja había resultado fallida. Aunque la marcha había comenzado en septiembre de 1609, todavía quedaban algunos por salir del reino, entre ellos la mitad de los de Ávila, precisamente los más ricos e integrados. Como los bandos de expulsión prohibían sacar del reino oro, plata, y joyas pronto se extendió la opinión de que los moriscos –considerados por el pueblo como muy laboriosos y avaros- estaban enterrando en lugares secretos sus tesoros. Aunque la inventiva y credulidad popular estaba mucho mejor nutrida que las faltriqueras de los expulsados, no faltaron casos en que algo debió de haber, si bien la mayoría de los tesorillos encontrados a lo largo de las siguientes décadas procedían de yacimientos prehistóricos. Por supuesto, la opinión pública siempre los atribuía a los moros y de ello se encuentran ecos en la literatura de la época.

Cervantes escribió en 1615 cómo el morisco Ricote había regresado disfrazado de peregrino alemán, a recoger los escudos que él mismo había enterrado en su pueblo manchego. Por su parte Lope de Vega, que precisamente ese mismo año estuvo en Ávila algunos días del mes de julio, escribió a las pocas semanas El ramillete de Madrid, donde dice:


Los moros de la expulsión
Dicen que en España dejan
Gran número de doblones;
Porque no los corazones,
Sino los cuerpos alejan;
Y pensando que algún día
Los podrán volver a ver,
Más los quieren esconder,
Que perderlos.


(Acto II, escena 14 B.A.E., t. IV, p.512, b)

No cabe duda de que estos versos estarían influidos por los comentarios que en Ávila suscitaría el pleito que acababa de desarrollarse entre Diego Dávila, señor de Navamorcuende y dueño de la dehesa de Narros del Puerto, y ciertos vecinos del lugar acusados, por aquel, de que en mayo de 1611 ‘do diçen la Manga, camino de Muñotello, sacaron un gran tesoro e se lo tiene oculto entre ellos’. El noble sostiene que el tesoro le pertenece por haberse encontrado en su propiedad.

Aunque en ningún momento se dice que el tesoro hubiese sido enterrado por algún morisco –ello supondría que la beneficiada sería la Real Hacienda- las diversas comparecencias del proceso permiten captar fácilmente que demandante y demandados han actuados influidos por la fiebre de los buscadores de tesoros moriscos; en efecto, un testigo afirma que aquellas tierras han estado arrendadas, muchos años, a un rico morisco de la ciudad –Gabriel de León- y que otro morisco zahorí había indicado a los cavadores que en determinado lugar ‘avía destar un torillo de piedra y entre él y un coto avía de aver un gran tesoro’. Teniendo en cuenta esta alusión a un torillo de piedra (un probable berraco vetón) y que el lugar no está muy lejos del Castro de Ulaca, lo más seguro es que hubieran desterrado restos celtas. Así es descrito lo que encuentra: ‘un jarrillo colorado… una garrafa de vidrio que haría como qaurtillo e medio… que tendría la boca que se cabría un dedo;… e queriéndola sacar entera se quebró y estava llena de tierra y de las cabaduras salían algunos clavos moosos de hierro… e dos pedazos a modo de zerçillos… e procurando saber de qué hera le pareció ques de bronce o metal’.

Y lamentablemente eso fue todo. Según el expediente conservado en la sección ‘Audiencia’ del Archivo Histórico Provincial de Ávila no hubo tal tesoro. No queda más remedio que reconocer que, con frecuencia, las aportaciones de las investigaciones históricas frustran las posibilidades de levantar sugerentes fabulaciones de pretendida fundamentación en hechos del pasado.

Sin embargo, ¿quién está seguro de que los labriegos de Narros, tanto procesados como testigos, no urdieron una perfecta confabulación para engañar al juez y al avaricioso señor de Navamorcuende? Al fin y al cabo los dos moriscos que sucesivamente habían arrendado aquellas tierras en los últimos 30 años eran bastante acaudalados: Gabriel de León, cuya fortuna se calculaba en 2.500 ducados, era un mercader que comerciaba activamente con Valencia, Sevilla y Córdoba. Le sucedió en el arriendo Vicente Avancique, también mercader, quien en 1596 había sido incluido por el Ayuntamiento de Ávila entre los 9 vecinos más ricos de la ciudad.

Según voy escribiendo estas líneas cobra cada vez más fuerza la sospecha de que los campesinos a los que me dirigí un domingo de ese invierno sabían –o imaginaban saber- más de lo que me dijeron.

(*) Serafín de Tapia es doctor en Historia


DE LAS PÁGINAS 34 y 35 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO, Nº 2. JUNIO DE 1993

miércoles, 3 de enero de 2007

Sofía Sobanska: El Aguila Blanca

por Sofía Sobanska (*)

Hace mucho, muchísimo tiempo, en algún lugar de Europa vivían tres hermanos: Lech, Czech y Rus. Su viejo padre, antes de morir, les envió por el mundo en busca de unas tierras donde asentar su descendencia. Obedientes, recorren bosques, montañas y mares.
En un primer momento ven un bonito caballo que, asustado, huye a galope tendido desapareciendo tras los árboles de un tupido bosque. Los hermanos corren tras él atraídos por la belleza del animal. Pero en el bosque, desconocido para ellos, se pierden. Lech camina hacia el norte, Czech va al sur y Rus se dirige al este.
Lech, cansado después de una larga marcha, se sienta bajo un enorme y frondoso olmo. Empieza a anochecer. El sol se iba ocultando detrás de las cercanas montañas, dando una luz blanca y roja. Mirando los colores del ocaso se ha dormido. Mas un extraño ruido pronto le hace despertar. Es el revoloteo de un bello águila que desde el horizonte blanco y rojo, allá donde el sol se ponía, ha acudido a contemplar el sueño de Lech y, sin querer, lo ha despertado. La visita del enorme pájaro, en el blanco y rojo atardecer lo ha aturdido.
Lech se levantó de repente y dijo:

--"El águila hermosa
El bello pájaro
Me ha dado la señal:
Aquí estará mi pueblo.
En el escudo pondremos
Un águila blanca.
Y en la bandera, arriba,
Una franja blanca,
Y abajo de color rojo."

Y desde aquel entonces hasta hoy día, el escudo polaco tiene en el centro un águila blanca y la enseña nacional blanca y roja.
Los otros dos hermanos también hallaron un lugar donde vivir con los suyos: Czech que se encaminó al sur fundó lo que es Czeschoslovaquia y Rus se asentó en el este donde hoy está Rusia.

(*) Sofía Sobanska, emigrante polaca en España, es licenciada en pedagogía

LEYENDA APARECIDA EN LA PÁGINA 47 DEL Nº 2 DE 'CAMINAR CONOCIENDO'