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martes, 13 de mayo de 2008

José Mª Amigo Zamorano: Balconeo necesario en 'Los crímenes del Museo del Prado'

Novela: 'Los crímenes del Museo del Prado'
Autor: Tomás García Yebra

Balconear:
1. tr. Arg. y Ur. Observar los acontecimientos sin participar en ellos.
2. tr. Ur. Examinar una situación.
3. intr. coloq. Arg., Guat., Hond., P. Rico y Ur. Mirar, observar con curiosidad desde un balcón o cualquier otro sitio elevado. U. t. c. tr.

El escritor cuando emprende la redacción de un artículo, relato, ensayo... sabe que tiene que utilizar un lenguaje determinado acorde, claro, con la materia que maneja. Es un problema técnico que se le presenta casi en el primer momento. Hay otros.

En su novela, 'Los crímenes del Museo de Prado', Tomás García Yebra lo toca brevemente, si mal no recordamos, al hablar de cómo narrar una novela de crímenes sin que haya uno sólo muerto. O cómo llevar a cabo el asesinato del narrador. Y si lo hace, qué obstáculos pudiera encontrar a la hora de resolver la desaparición, así porque si, del dios de la narración, ese omnipotente ser que todo lo ve, que todo lo sabe, que es el que nos orienta por entre los vericuetos del alma de los protagonistas de la historia que se está contando.

Ese escoger las palabras adecuadas no es asunto menor, porque nos da el tono general de toda la trama novelada que leemos.

En el caso de la obra citada más arriba, Tomás García Yebra debió darse cuenta enseguida, por encima del entretenimiento de construir una novela, del polvorín que estaba manejando con su pluma: denuncia de turbios asuntos en torno a uno de los emblemas de la cultura nacional española; denuncia de la manipulación informativa a la que estamos sometidos. Ambos temas con suficiente potencia explosiva como para llevarlo por delante y convertirlo en picadillo. Si a esto se le agregan temas artísticos relacionados con Velazquez podría resultar un tocho abstruso de imposible digestión lectora. Metiéndose de hoz y de coz en un pantanoso intríngulis estúpido en el que los lectores tendrían la última decisión: meter el libro en la estantería para que comience el sueño de los justos, en el mejor de los casos.

Si a la hora de ponerse a redactar su novela la orientaba en plan de choque, como los periodistas de investigación, ya no era una novela sino un reportaje periodístico novelado con nombres y apellidos, que también se podía hacer. O lo dirigía como un relato agrio sobre y contra esos negocios tenebrosos; o esos intereses, lógicos pero amorales, de una publicación periódica que, solo y únicamente, tiene por objetivo vender a toda costa poniendo lo que el lector quiere y apartando la veracidad de lo que se cuenta, en aras de recoger la mayor cantidad de pasta gansa. Si se encaminaba por esa vereda, no podía más que llegar al callejón sin salida, que también se puede hacer, de disgustos sin cuento: jucios, amenazas, secuestro de obra, pérdida de empleo...

No. Necesitaba distanciarse, tenía obligación de forrarse de ironía, desenfado, gracia, chispa cordial... una cierta levedad de ser para flotar, como mucho rozar, por encima de tiempos y personas. Reirse de todo, hasta de su misma persona.

Estaba forzado a mirar desde una cierta altura para que la perspectiva transformara a los actores de los desaguisados en gusanitos arrastrándose lo más cómicamente posible. Necesitaba elevarse, flotar, balconear. Para eso tenía que subirse al balcón del cachondeo a fin de que la acritud fuera lo menos ácida posible. Podía corroerle por dentro las entrañas.

Desde el balcón balconeaba. Realizaba un balconeo saltándose edades, épocas, siglos. Conjugar el americanísimo verbo balconear. Y por lo tanto apartar los rostros repelentes de hoy en día de la proximidad de sus ojos.

No por casualidad utiliza, muy a menudo, en su novela, Tomás García Yebra, este término que, como ya hemos dicho, no es precisamente nacido en España.

Ese mirar desde una cierta altura sin involucrase en los acontecimientos era necesario para la buena realización de la novela. Nosotros nos fijamos en esa palabra porque ya hace tiempo compusimos algunos escritos introduciendo americanismos y palabras en desuso, cosa que no es nada apropiado porque te separa del común de las gentes, pero lo hicimos. Aquí una muestra:

"Allá quedó la desequida tierra
y el caz asolvado con barruecos.
Balconeo desde esta silampa
las albas flores del almendro."
 
Pues eso, balconeemos.
 

viernes, 7 de diciembre de 2007

José Mª Amigo Zamorano: Urbano Blanco Cea y su libre determinación

Urbano Blanco Cea envió su último libro 'El Alijar jara en flor'. Ha sido muy amable por su parte.

Y se le agradece. Siempre ha sido muy considero con nosotros, sin que hayamos hecho nada especial.

Presentó el libro de poemas, porque es un libro de poemas, hace unos días en Las Navas del Marqués. Es lógico: El Alijar es una zona del pinar de este pueblo abulense y donde él nació. Uno de los poemas dice:


"La plenitud de la dignidad/se logra en el reconocimiento de los errores/los dioses también se equivocan/mas ignoran como duele el corazón/ y nunca rectifican./No les perturba la muerte/pero necesitan al hombre/pues sin él no existirían/De ahí su envidia."

Es toda una declaración de guerra a las ideas preconcebidas, un asentamiento en la tierra, en el mundo, en su propio ser como Hombre señor del Universo libre de dogmas. "Desconfiad de de dogmas", escribe. Y añade: "no hay cielo sin tierra, sin cuerpo no hay alma". De modo que apartadas las telarañas que impiden el desarrollo libre, abandonadas servidumbres de antaño, ya puede el poeta vivir en paz, reconociendo, eso si, que "esta calma" que siente ahora "debe ser la fe perdida" porque todos nos acordamos del catecismo que nos decía, dogmáticamente, que fe era creer lo que no vimos. Y Urbano quiere tener los sentidos alerta, en pleno rendimiento (incluso quiere dar luz a los ciegos y oído a los sordos) Mediante ellos quiere ver, oír, tocar... Y, sin huir de la muerte, como un cobarde, desea ante todo vivir. Arder con la carne hasta consumirse. Podría decirse que buena parte de sus versos tienen una innegable carga erótica, son casi carnales. Erotismo y carnalidad en la medida en que se refieren a su pueblo; en el que amaneció a los amores.

Nos imaginamos a Urbano Blanco Cea cuando abandona su trabajo, en los madriles, como bibliotecario del ilustre colegio de notarios, camino de Las Navas, que dicen del Marqués, como un emigrante que vuelve cada semana a su patria, a su tierra de pinares. Allí debe evocar un tiempo que se va yendo, pero que lo ha hecho hombre. Efectivamente, allí bebió su primer trago de cerveza, fumó su primer pitillo... y abriría, temblando, su boca al primer amor, al primer beso y a la primer caricia.

Lo ha moldeado este pueblo de Castilla, como ella hace con sus gentes; ya dice el romance que "face a los omes e los gasta". Claro que le ha marcado, como marcan a las personas sus tierras. No hay mas que ver a una persona por la calle para saber que es un emigrante. Tiene algo en todo su ser que lo denuncia como forastero del lugar. Algo de esto constató el gran periodista Kapucinski.

¿Qué es lo que hace inconfundible al forastero? Múltiples factores, siendo, quizá, la mirada nostálgica lo más característico: ese posar los ojos en las cosas que lo rodean, mientras está su mente recordando otros lugares para él más entrañables y que no están ahí.

Urbano, nos atrevemos a decirlo, es un emigrante en Madrid. Por eso comprende a esas gentes venidas de lejos. Y odia, por consiguiente, la xenofobia y el racismo. Así exclama en poema cortísimo:

"¡Negro!/Como tu corazón/¡Negra!/ Como tu alma".

Así de radical. No podía ser de otro modo este poeta que se proclama generoso:

"Es muy sencillo: / cocina para otros/ sé generoso".


Es un principio de vida que le permite caminar por el mundo y morir tranquilo:


"dejadme elegir mi vida y por tanto mi muerte".

Lean, lean a este poeta navero. Nosotros lo hemos hecho y lo hemos visto así, aunque tiene mas facetas y colores. Pero nuestra mirada, siguiendo a Pepe Bergamín, es una mirada subjetiva puesto que, como él decía, no somos objetos.

Lean: "El Alijar jara en flor"; autor: Urbano Blanco Cea; colección: "el toro de granito 36"; dirige: Jacinto Herrero Esteban; ciudad: Ávila.

miércoles, 17 de enero de 2007

Jacinto Herrero Esteban: La CULEBRA y la LECHE

LA CULEBRA Y LA LECHE

Por Jacinto Herrero Esteban

Hace ya años que anduve por Muñotello, aldea cercana a Avila, tratando de hacer mi primer trabajo lingüístico y, al amor de la lumbre, espumando una sartén de leche de cabra recién ordeñada, oí una leyenda popular que explicaba el origen del pueblo (técnicamente hablando, una narración etiológica) La viejecita iba quitando la espuma blanca de la sartén colmada de leche. Nunca había visto algo igual, aunque nacido y criado en un pueblo, porque la leche en el mío se cocía en una perola y se retiraba del fuego cuando subía para luego aprovechar la nata amarillenta y mantecosa.
Fijos los ojos en la espumadera, miraba los movimientos lentos de mi huésped y su voz aclaraba el misterio del nacimiento del pueblo. Porque Muñotello no estaba aquí, sino un poco más arriba en la ladera, al resguardo del cierzo, en la solana. Y es que una vez invitaron a todos los vecinos a una boda, creo que era una boda, que usted en esto no me haga caso, pero, eso si, estaban invitados, o sea, que comerían juntos, ¿me comprende?
-Acérqueme ese dornajo para echar esta espuma. Eso es.
-Bueno, le decía que compraron vino para la comida y traían la cántara sobre la cabeza -¿me comprende?- y ávate que un águila culebrera iba volando por encima del muchacho que traía la cántara de vino, y la culebra, que había cazado el águila, se defendía, claro, y quería hincarle el diente, pero el águila culebrera la apretaba y la apretaba…
-¡Cuidado, que se va a derramar la leche!
-No creas, hijo, que esto es cosa de cada día.
Decía… pues así es que el águila apretaba a la culebra y la culebra soltó el veneno y mire por cuanto acertó a caer en la cántara de vino. Así es que los invitados bebían un vino envenenado.
-¿Y qué pudo pasar?
-Pudo pasar y pasó que no todos bebieron, pero los que bebieron, al rayar el sol, estaban muertos. De modo y manera que la boda se volvió duelo, como usted me oye; que así fue. Pero como nadie sabía lo del águila, que cómo lo iban a saber, pues corrió la voz de que eran las aguas. Así que se vinieron a vivir más abajo, aquí en medio del valle, que ya ve usted que esto es más húmedo, que más sano sería estar en la ladera, creo yo. Y así fue como Muñotello está aquí cerca del agua y entre estas piedras y estos árboles que dan mucho frescor en verano. Y a mi me gusta, ya le digo, a lo mejor porque me he criado aquí y sé defenderme del frío en el invierno, que en verano buen sitio es este para las cabras y para los hombres también. Y ahora con la carretera la capital está más cerca.
Pero la historia no termina aquí. Ya dije arriba que esto parece una leyenda etiológica. Lo que sucede es que, andando el tiempo, vine a poner los ojos en Sendebar, un libro de cuentos que vino de la India a través de los árabes y que el infante don Fadrique mandó traducir allá por 1253; y allí estaba, en el Sendebar, el cuento de Muñotello con este título: Ejemplo del home e los que convidó, e de la manceba que envió por la leche, e de la culebra que cayó la ponzoña. Poco cambiaba de lo que había oído en Muñotello: la cántara era de leche y no de vino; el águila culebrera eras un milano, y no bebieron todos sino unos pocos invitados. Así que este era un caso curioso de transmisión oral, de padres a hijos; una historia que llega desde el siglo XIII hasta la viejecita que espumaba leche en su sartén al amor de la lumbre. Nada etiológico por cierto, sino un caso de supervivencia del Sendebar, por otro nombre Libro de los engaños e los asayamientos de las mujeres.

(APARECIDO EN LA REVISTA DE LA JUNTA DE LA BIBLIOTECA PÚBLICA MUNICIPAL DE LAS NAVAS DEL MARQUÉS (AVILA) ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 2 PÁGINA 27)

martes, 9 de enero de 2007

Carlos del Valle: EL MOSTRADOR DE LOS TURBADOS (*)


EL MOSTRADOR DE LOS TURBADOS (*)

Por Carlos del Valle

Lejana está ya aquella tarde, cuando en un rincón silencioso y callado de la Biblioteca Nacional, palpaba entre mis manos trémulas aquel viejo manuscrito, curtido en generaciones y centurias, y, lleno de gozo, recreaba mis ojos en la bella escritura gótica tardía, a doble columna, y me deleitaba en las filigranas, a colores, de las primeras páginas. Qué inmenso privilegio, pensaba, tener ante mi aquella preciada joya literaria. El Mostrador de los Turbados, de R. Moisés de Egipto el cordobés, o, como él mismo se llamaba, Moisés, hijo de Maimón, el español (1138-1204), en la primera traducción castellana realizada con esmero y competencia, en un paciente trabajo de varios decenios, por Pedro de Toledo. Cierto que desde Pedro de Toledo, ‘El Enseñador de los Turbados’ al que ahora llamamos generalmente ‘La Guía de Perplejos’, ha sido traducida en la mayor parte de las lenguas cultas y al castellano se cuentan ya dos traducciones más completas y otras dos parciales. Pero la traducció0n de Pedro de Toledo tiene un encanto que no tienen ni tendrán las otras. Aparte del recio castellano viejo y rancio, inimitable e inigualable, Pedro de Toledo vivía en un medio donde aquellos conceptos filosóficos y divinos eran habituales y de ahí el dominio que muestra en su versión castellana.
Así, ahora, se comprenderá la grata sorpresa cuando tuve noticia de que por fin la vieja versión castellana del Mostrador había sido publicada en edición facsímil por Antonio J. Escudero Ríos. El gozo fue inmenso cuando logré tener un ejemplar de la obra, en su grandioso formato original y rememoré aquella emoción primera. Después conocí al editor y entendí cómo se había realizado aquella hazaña, por una especie de fervor que arde en el interior de Antonio J. Escudero, que le religa a su tierra extremeña, en donde hizo la versión Pedro de Toledo.
En la Biblioteca Nacional, en otras muchas bibliotecas, existen tantísimos otros manuscritos, con obras preciosas y preciadas, se apilan en anaqueles polvorientos ediciones raras de libros, todos casi inaccesibles o de muy difícil acceso, que están esperando esa acción redentora de un nuevo editor, de ese mismo cariño como el que ha tenido Antonio J. Escudero Ríos con el Mostrador de los Turbados de Moisés ben Maimón, el español, (el llamado por los cristianos Maimónides)
Seguro que continuará existiendo hoy más de un turbado, de un dubitante, indeciso, zozobrante, perplejo, entre lo que dice la ciencia y manifiesta la razón y lo que predica la religión. A los tales les vendrá de provecho releer con atención lo que Maimónides le decía a finales del siglo XII a sus titubeantes contemporáneos, en esta vieja versión castellana de La Guía de los Perplejos. Maimónides. Edición Facsímil de Antonio J. Escudero Rías (Madrid, 1990)

(*) El autor hace referencia a la ‘Guía de Perplejos’, libro del insigne médico cordobés Maimónides y a la versión romanzada de Pedro de Toledo que, en edición facsímil, ha publicado nuestro entrañable amigo Antonio Escudero, con la que, en su opinión, ha puesto sólo un granito de recuerdo ante el enorme legado cultural de los judíos españoles, y, de paso, rememorar y condenar su injusta expulsión de España. Desde esta página, nosotros también recordadmos y abominamos de aquella obligada diáspora, sin olvidar y por ende condenar, exilios o expulsiones, que otros pueblos. En el pasado o en el presente, sufrieron o sufren.

APARECIDO EN LA PÁGINA 36 DE ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 2