jueves, 24 de noviembre de 2011

Envidia cochina


Era un día soleado de noviembre. 

Había salido a pasear sin rumbo fijo. 

Se puso jersey y chaqueta. Por si acaso. En noviembre, y ya a últimos de mes, el sol luce engañoso, pensó. 

En ese caso sus barruntos invernales no le fueron fieles. ¿Por qué? Pues, porque si efectivamente no hacía calor, al sol sin embargo se estaba muy bien. 

Subió por una calle empinada. Calle que, por su lado derecho, se abría a unos vallecitos y colinas bañadas por el sol. Bosques de pinos subían por colinas y los chopos caminaban siguiendo a los riachuelos mecidos por el vientecillo de la mañana. A ratos se paraba hasta que las molestias 'cordiales', que así se llaman esos síntomas de angina de pecho que desde hace poco mas de un año le aquejaban, desaparecían.

En una de esas paradas se apoyó en una tapia con verjas pintadas de verde. Por la pared -se fijó- andaba una mosca. Muy raro a estas alturas del otoño. Pero, en fin, lo mismo que su cuerpo agradecía los tibios rayos de sol, es de suponer que la mosca, despertada por ellos, estaría alegre por lo mismo. Era verde, de un verde brillante, metálico. Casi fulguraba. Era, lo reconocía, hermosísima. Pero él le tenía un cierto respeto a este tipo de moscas. Respeto quiere decir prevención y por eso quería irse de allí.

-¡Niñerías! Lo reconozco -se dijo para si.

Niñerías, había musitado. Y nunca mejor dicho pues fue durante su niñez, en su pueblo, que se oía decir que eran embajadoras de la muerte. 

-Su colorido -decían los labriegos- está puesto por el diablo para atraer a personas incautas. A las que, luego, pican inoculándoles veneno.

-¡Bobadas! -siguió murmurando por segunda vez.

Pero esas bobadas, esa niñerías, se quedan prendidas muy dentro y, por mucha carga de racionalidad que uno se meta en el cerebro, siempre queda algo, en el subconsciente, del que es difícil librarse. 

Decíamos que este paseante se iba a despegar de la tapia y huir de allí como alma que lleva el diablo. Pero la mosca se le adelantó y emprendiendo el vuelo se fue. Quizás intuyó que, él, con el cayado, quería atizarle un mandoble para matarla y no esperó el golpe.

Dejando a un lado el cayado se agarró con ambas manos de los barrotes de la verja. De los que tuvo que desprenderse inmediatamente porque un perro, con muy malas intenciones, se lanzó contra él ladrando y asomando por su boca unos dientes afilados, para él, como cuchillas de afeitar. Fue un instante pero los latidos de su corazón se le aceleraron sonándole como tamtames redoblando. O eso le parecíó.

Alguien, no vio quien, llamó al perro; y este, sumiso, se dio la vuelta de mala gana y se marchó. 

Fueron unos segundos de sobresalto. Después se fue calmando poco a poco, dándose cuenta, como se dio, que el perro nada podía hacerle pues lo separaban del mastín unas verjas de hierro forjado, pintadas de verde, macizas, duras, consistentes y con profusión de arabescos, que impedía al animal atravesarlas. 

Por cierto, se fijó en que algunos de los adornos estaban rotos. El darse cuenta de ese detalle sin importancia, se debió, a lo mejor, para quitarle hierro al miedo que había pasado.

-¡Qué bien me hallo al sol! -exclamó.

Los vallecitos y colinas, como ya se ha dicho, mostraban a la vista del maltrecho caminante su belleza.

Restregó sus ojos con el paisaje, que se le ofrecía a la vista, mil veces mirado y otras tantas admirado. 

Algunas veces, incluso, hay que reconocerlo, la envidia penetraba como un berbiquí  por sus ojos taladrándolo, al contemplar, como lo hacía siempre que paseaba, esa riqueza que otros, no él, disfrutaban. 

-Muchos años trabajando... ¿para qué?...  -se preguntó- 

-Total: me encuentro solo y sin nada: una mano adelante y la otra. atrás.

Se quedó como un bobo mirando frente a la verja el caminito por donde se había ido, a regañadientes, el perro...

Y fue entonces cuando la vio. Al fondo. Recostada en la colina. Recibía los rayos del sol con avaricia; con la avaricia propia del que, teniendo mucho, aun quiere mas. 

-Por otra parte natural -pensó-. Nada del otro mundo.

Él hacía algo parecido. Con una diferencia, claro: tenía que conformarse caldeando, templando sus huesos al sol de finales de otoño entre el humo de los tubos de escape y el ruido de los coches; y ella, para mas recochineo, recostada, allí, en la colina, en el silencio, rodeada de árboles y con mesas y sillas y sillones en la terraza, acariciada, además, por todas partes por los rayos, bienhechores, de Helios, el dios de dioses.

Ahí radicaba la diferencia, en eso residía: Ella, la abundancia; él, la escasez. Diferencias que los pobres, como él -históricamente hablando, nada mas, pues él, para que mentir a estas alturas de la vida, no había levantado los ojos del suelo cuando el patrono le ordenaba algo- habían querido barrer luchando contra la desigualdad en revueltas aquí, allá, acullá... por todos los lugares de la tierra. Es mas, habían llegado a constituir diferentes ideologías, para justificar su combate; a saber: socialismo, comunismo, anarquismo... Revueltas, todas, teñidas de sangre. Y no le extrañaba. 

-Porque, vamos a ver -pensaba- los propietarios no van a dejar, así como así, que un pobre como yo tome posesión de su propiedad.

No hay mas que ver la señal de alarma que tenía esa tapia enrejada y el perro que casi le deja la sangre congelada por el susto hace unos momentos.

Ellos, los amos, los ricos, los propietarios, son, a la vez, explotadores; es decir: roban al trabajador una parte del producto de su trabajo, la plusvalía llaman; conocen, por tanto, a los trabajadores; y saben que, estos, si pudieran, los dejarían sin un ochavo, en los puros huesos, apropiándose de lo que, antes, ellos, los patronos, los ricos, los propiterarios, los explotadores, les han quitado de su salario...

Se acordó, en esos momentos, de lo que decía, mas o menos, Frantz Fanon en su famoso libro 'Los condenados de la tierra': Ellos (los colonizados) desean tomar posesión de las propiedades de los colonos, entrar en sus casas, echarse en sus camas y, si es posible con sus mujeres, mejor.

Justo lo que él  deseaba en ese momento, ahora que la contempla a ella, allí, en la colina, hermosa, acariciada por la hebras de oro de Helios, el calentador de cuerpos, que la penetran a raudales. 

Bueno, bueno, hablando de penetrar, él si que penetraría... hasta el fondo, pensaba relamiéndose los labios. Aunque la angina de pecho se le alborotara. Aunque las molestias 'cordiales' se volvieran agresivas. Aunque... 

Pero, ¿cómo iba, él, a llegar hasta allí para penetrar en ella? A ver, ¿cómo conseguiría entrar en la casa de la colina si estaba rodeada de verjas sólidas, protegida por sirenas de alarma y por perros feroces? 

-¡A ver! ¡¿Cómo?! ¡Que me lo expliquen, joder!

Se separó de la verja. Y dándose la vuelta regresó a su casa... Bueno, no era ni suya. 

¡Ah, ese día soleado de noviembre! 

Paseando. 

A eso había salido. 

A aprovecharse del sol. 

A nada mas. Como siempre.