jueves, 4 de enero de 2007

Joaquín Lledó: El burro del maestro (*)

El burro del maestro(*)

Por Joaquín Lledó

Hay un misterio dulce
Que viene de los burros y los dioses;
Hay un saber seco
Que viene de Dios y de los hombres


Isabel Escudero


Por su badajo, campana de paganos ritos. Tozudo y terco, con el hocico ensimismado y el rabo tieso. Embelesado en las mieles que exudan las próximas encinas y, al mismo tiempo, enfurruñado en eterna polémica con tábanos y moscones. Por su natural y espectacular habilidad, señor de esas noches de verano que su estruendosa carcajada engalana y hace dionisiacas. Último de la clase y, por ello, cabalgadura de obispos y mesías. Puro y obsceno. Peluda y suave bestia de oro. Así es el burro del maestro.
Dicen que se lo regaló su amada que, mientras junto a la ventana cosía y cantaba, soñaba con metáforas de su amor. Dicen que la mirada melancólica de la bestia abandonada prendó a la niña y que fue ella quien al animal apalabró y compró. Dicen que lo hizo porque sí y porque no, es decir sin ninguna razón. Dicen… Pero lo que es seguro y cierto es que todos aquellos que hacen de la Eficacia ley pusieron su grito en el cielo y que allí se quedó. Justo es considerar que, al menos desde su punto de vista, no les faltaba razón. El trote de este burro solo es jacarandoso cuando a ningún lugar nos lleva e incluso, para ser más exactos, cuando a nada ni a nadie lleva. Y verle caminar bajo el peso de una carga o la obligación de una tarea es cosa tan lastimosa que hasta el más burro de nosotros puede comprender fácilmente que el trabajo es maldición y la fatiga tormento. Mas, como poseer cosas es nuestro principal sueño, y ser bestia que carga con nuestros enseres es aparentemente su condena, dialogar con este burro, intentando convencerle a base de zanahorias y halagos, o, más simplemente, intentando imponerle a golpe de vara nuestra voluntad, ha sido, desde el primer momento, nuestra principal ocupación. Pena perdida, pues, si bien es cierto que a veces conseguimos su obediencia, nunca, al menos hasta el día de hoy, hemos conseguido que entregara, tal como hacen los hombres, su corazón a la tarea, su alma a lo que llamamos razón. No hay nada que hacer. Rebelde, hinca las pezuñas en el suelo y, encrespándose, lanza a los vientos su rebuzno tan poderoso que hasta la más consistente de las ilusiones se desvanece… Y, siendo la última verdad de las cosas su medida, sólo queda visible aquello que nosotros soñamos sin lograr y que él, sin soñar, logra.
Nódulo central del quehacer lingüístico, el animal de Agustín García Calvo es una orquesta. Percusionan sus pezuñas ritmos esenciales y el pífano de su garganta y la epifanía de su aptitud crean armonías que desvelan, ante el asombro de los sabios –y tanto en su piafar, como en su pifiar- el más íntimo y secreto tuétano de todo decir.
Y ello es lógico ya que estando, tanto usted como yo, atrapados en las trampas que nos tienden esas malignas entidades –Estado, Progreso, Futuro, etc,- que el maestro ataca con saña desde el inicio de su docente actividad, los asnos de la noria somos evidentemente nosotros y é, el burro de Agustín, es el único que, gozándose de su inutilidad y mientras mordisquea plantas aromáticas y se deja besar por las mariposas que revolotean en esas Navas que dicen del Marqués, responde a lo más esencial de las enseñanzas del maestro: decir, tozudo y terco, nones al mundo y a sus obras, y no ser otra cosa que prenda entre la amada y el amado, don del amor con piel de algodón y risa de sátiro lúbrico.
Por ello es perfectamente justo que sean coronados con sus hermosas orejas los más obstinados y rezagados de nosotros, porque, evidentemente, son ellos los que están más cerca de ese aprender que es en realidad, y tal como decían los magos de oriente, desaprender.

(*) El autor se refiere a un burro que tiene A. García Calvo
(TOMADO DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO', Nº 2, PÁG. 39)

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