SEGUNDA SOMBRA
Por Javier Mina(*)
La nómina de perdedores de sombra que hasta hace bien poco contaba en mis anales con la escueta presencia del personaje bosquejado por Adalberto von Chamizo, Peter Schlemihl, se ha visto engrosada por Juan de Atarrabio, sorprendente fichaje de la propia cantera Navarra. Fruto de la sensible pluma romántica uno, y procedente, el otro del robusto arcón de la leyenda, comparten la condición de desombrados y el mismo respeto por el Más Allá.
A instancias de un misterioso caballero vestido de gris, el pobre Peter Schlemihl accedió a vender su sombra por una bolsa de la que salía oro inagotablemente. Peter creyó haber hecho el negocio de su vida, mas, en cuanto se percató del horror que producía entre sus semejantes la humilde peculiaridad de carecer del taciturno complemento, de nada le valió derrochar riquezas: la gente se quedaba con el oro y con sus prejuicios, si cabe todavía más exacerbados por cuanto la avaricia suele agudizar el odio.
Lleno de dolor se fue apartando de sus semejantes, y, cuando ya se había mas o menos resignado al singular ostracismo, hubo aún de renunciar al amor de una bella, sencilla y candorosa muchacha que carecía de la entereza suficiente para aceptarle sin sombra.
Aprovechándose de que el poder de Peter no se resignaba a perder a la hermosa doncella, el caballero vestido de gris trató de revenderle la sombra, pero no a cambio de la inagotable bolsa de oro sino según precio reactualizado y cuasi inflaccionista, pues le pedía nada menos que el alma. Tras titánico tira y afloja, Peter Schlemihl se sobrepone al chantaje moral y prefiere no comprometer la salvación eterna por guardarse de una virtud al fin y al cabo tan corriente como la misantropía.
A fin de romper para siempre con el astuto revendedor arroja a un precipicio la bolsa expendedora de oro y hecho un pobre de solemnidad decide encerrarse de por vida en una mina de carbón donde además de ganar el sustento nadie echará en falta su sombra. Mas hete aquí que necesitando unas botas adquiere sin saberlo las de siete leguas y podrá dedicar el resto de sus días al solipsismo más puro, solamente mitigado por el estudio de la fauna y la flora de los países que visita.
La leyenda Navarra presenta respecto a la romántica de Adalberto von Chamizo particularidades notorias. Desde luego Juan de Atarrabio no pierde la sombra por una cuestión de compraventa sino gracias a una lección de astucia.
Resulta que en el infierno se impartían lecciones destinadas a un alumnado mortal entre el que figuraba el bueno de Atarrabio. Concluido el cursillo, hubieron de salir en hilera del infierno y a la voz de ‘El que viene detrás’ contestaban a la pregunta del demonio guardián sobre quién se quedaría en el infierno para siempre, contraprestación, por lo visto, del singular magisterio.
Juan de Atarrabio, que era el último de la fila, veía ceñirse sobre si el castigo eterno, pero, lejos de desmontarse, responde como los demás, y el demonio, sabedor de que quedaban pocos por salir y temiendo le burlasen, clavó la lanza en el que creyó su rehén y no era otra cosa que sombra, la sombra del astuto Juan.
El hecho de haber sido desposeído de la sombra no pareció incomodar sobremanera al aplicado estudiante que, después de haberse doctorado en diabluras cambia de azimut y se ordena sacerdote. La ausencia del negruzco aditamento tampoco parecía requerir la atención del respetable, y así, ni familiares ni feligreses ni amigos le echan en cara –contrariamente a como hacían con el atribulado Peter- que ande por el mundo despojado de tan común, universal y congénito atributo.
Pero es sin contar con el propio Juan que, conforme pasan los años dejando atrás la arrogancia juvenil, se huele que le han permitido ingresar en el paraíso horro de sombra, y ello a pesar de que, por consentimiento superior, su querida sombra se le reintegra cada vez que consagra la hostia en la santa misa.
Dispuesto a poner coto a sus zozobras y remediar la ausencia del imprescindible apéndice urde, de acuerdo con el sacristán, una trapaza en que se echa de ver la no inmerecida fama de brutos que nos achacan a los navarros.
El bueno de Juan de Atarrabio provee al sacristán de un garrote instándole a observar las instrucciones que con nunca vista exhortación de temor divino y prolijo de talle le prodiga poco antes de misa. Conforme ésta avanza, el chupacirios tiembla haciendo vibrar ominosamente la cachava pero oportunos reojos del oficiante le meten en cintura: ha de cumplir aunque le duela. Sin embargo, es casi seguro que más le dolió al propio coordinador del auto sacramental, pues, no bien eleva la Sagrada Forma, que el formidable sacrismoche se lanza sobre él descargándole en la crisma semejante garrotazo que ya el alma se le sale por las resquebrajaduras craneales.
Cabe suponer que el alma sonreiría (el cuerpo no estaba para semejantes trotes) viendo cómo la sombra, cogida en la trampa de la Elevación y el bastonazo, quedaba soldada para siempre a los despojos del difunto Atarrabio.
Por si fuera poco brutal la gentileza del machacamiento aún añade la leyenda truculenta coda: el pobre rapavelas además de rey de bastos hubo de hacer de destripador, ya que Juan de Atarrabio dispuso que le arrancara el corazón y lo dejase sobre una piedra para certificar si sus restos habían volado al cielo o al infierno, cosa que quedaría patente según lo tomara en el pico una blanca paloma o un torvo cuervo. Ni que decir tiene que la mensajera fue la paloma, pero la leyenda silencia la suerte corrida por el destinatario del sanguinolento mensaje, ¿acaso lo habrían colgado por culpa del precavido malasombra?
Javier Mina
TOMADO DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 2 (JUNIO DE 1993), PÁGINAS 18 Y 19
(*)José Javier Mina Astiz
Javier Mina nace (Pamplona 1950), crece (a razón de varios libros por año y algunos centímetros sensibles, en el cordial odio al próximo, sus pompas y circunstancias pero principalmente sus dogmas) y se multiplica: Más la ciudad sin ti...(Premio Príncipe de Viana, 1985), Las camas de Emma (premio Ciudad de Irún de ensayo, 1990). Y aunque cuente, cuenta no presentarse a más certámenes por temor a estropear el porcentaje.
Por Javier Mina(*)
La nómina de perdedores de sombra que hasta hace bien poco contaba en mis anales con la escueta presencia del personaje bosquejado por Adalberto von Chamizo, Peter Schlemihl, se ha visto engrosada por Juan de Atarrabio, sorprendente fichaje de la propia cantera Navarra. Fruto de la sensible pluma romántica uno, y procedente, el otro del robusto arcón de la leyenda, comparten la condición de desombrados y el mismo respeto por el Más Allá.
A instancias de un misterioso caballero vestido de gris, el pobre Peter Schlemihl accedió a vender su sombra por una bolsa de la que salía oro inagotablemente. Peter creyó haber hecho el negocio de su vida, mas, en cuanto se percató del horror que producía entre sus semejantes la humilde peculiaridad de carecer del taciturno complemento, de nada le valió derrochar riquezas: la gente se quedaba con el oro y con sus prejuicios, si cabe todavía más exacerbados por cuanto la avaricia suele agudizar el odio.
Lleno de dolor se fue apartando de sus semejantes, y, cuando ya se había mas o menos resignado al singular ostracismo, hubo aún de renunciar al amor de una bella, sencilla y candorosa muchacha que carecía de la entereza suficiente para aceptarle sin sombra.
Aprovechándose de que el poder de Peter no se resignaba a perder a la hermosa doncella, el caballero vestido de gris trató de revenderle la sombra, pero no a cambio de la inagotable bolsa de oro sino según precio reactualizado y cuasi inflaccionista, pues le pedía nada menos que el alma. Tras titánico tira y afloja, Peter Schlemihl se sobrepone al chantaje moral y prefiere no comprometer la salvación eterna por guardarse de una virtud al fin y al cabo tan corriente como la misantropía.
A fin de romper para siempre con el astuto revendedor arroja a un precipicio la bolsa expendedora de oro y hecho un pobre de solemnidad decide encerrarse de por vida en una mina de carbón donde además de ganar el sustento nadie echará en falta su sombra. Mas hete aquí que necesitando unas botas adquiere sin saberlo las de siete leguas y podrá dedicar el resto de sus días al solipsismo más puro, solamente mitigado por el estudio de la fauna y la flora de los países que visita.
La leyenda Navarra presenta respecto a la romántica de Adalberto von Chamizo particularidades notorias. Desde luego Juan de Atarrabio no pierde la sombra por una cuestión de compraventa sino gracias a una lección de astucia.
Resulta que en el infierno se impartían lecciones destinadas a un alumnado mortal entre el que figuraba el bueno de Atarrabio. Concluido el cursillo, hubieron de salir en hilera del infierno y a la voz de ‘El que viene detrás’ contestaban a la pregunta del demonio guardián sobre quién se quedaría en el infierno para siempre, contraprestación, por lo visto, del singular magisterio.
Juan de Atarrabio, que era el último de la fila, veía ceñirse sobre si el castigo eterno, pero, lejos de desmontarse, responde como los demás, y el demonio, sabedor de que quedaban pocos por salir y temiendo le burlasen, clavó la lanza en el que creyó su rehén y no era otra cosa que sombra, la sombra del astuto Juan.
El hecho de haber sido desposeído de la sombra no pareció incomodar sobremanera al aplicado estudiante que, después de haberse doctorado en diabluras cambia de azimut y se ordena sacerdote. La ausencia del negruzco aditamento tampoco parecía requerir la atención del respetable, y así, ni familiares ni feligreses ni amigos le echan en cara –contrariamente a como hacían con el atribulado Peter- que ande por el mundo despojado de tan común, universal y congénito atributo.
Pero es sin contar con el propio Juan que, conforme pasan los años dejando atrás la arrogancia juvenil, se huele que le han permitido ingresar en el paraíso horro de sombra, y ello a pesar de que, por consentimiento superior, su querida sombra se le reintegra cada vez que consagra la hostia en la santa misa.
Dispuesto a poner coto a sus zozobras y remediar la ausencia del imprescindible apéndice urde, de acuerdo con el sacristán, una trapaza en que se echa de ver la no inmerecida fama de brutos que nos achacan a los navarros.
El bueno de Juan de Atarrabio provee al sacristán de un garrote instándole a observar las instrucciones que con nunca vista exhortación de temor divino y prolijo de talle le prodiga poco antes de misa. Conforme ésta avanza, el chupacirios tiembla haciendo vibrar ominosamente la cachava pero oportunos reojos del oficiante le meten en cintura: ha de cumplir aunque le duela. Sin embargo, es casi seguro que más le dolió al propio coordinador del auto sacramental, pues, no bien eleva la Sagrada Forma, que el formidable sacrismoche se lanza sobre él descargándole en la crisma semejante garrotazo que ya el alma se le sale por las resquebrajaduras craneales.
Cabe suponer que el alma sonreiría (el cuerpo no estaba para semejantes trotes) viendo cómo la sombra, cogida en la trampa de la Elevación y el bastonazo, quedaba soldada para siempre a los despojos del difunto Atarrabio.
Por si fuera poco brutal la gentileza del machacamiento aún añade la leyenda truculenta coda: el pobre rapavelas además de rey de bastos hubo de hacer de destripador, ya que Juan de Atarrabio dispuso que le arrancara el corazón y lo dejase sobre una piedra para certificar si sus restos habían volado al cielo o al infierno, cosa que quedaría patente según lo tomara en el pico una blanca paloma o un torvo cuervo. Ni que decir tiene que la mensajera fue la paloma, pero la leyenda silencia la suerte corrida por el destinatario del sanguinolento mensaje, ¿acaso lo habrían colgado por culpa del precavido malasombra?
Javier Mina
TOMADO DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 2 (JUNIO DE 1993), PÁGINAS 18 Y 19
(*)José Javier Mina Astiz
Javier Mina nace (Pamplona 1950), crece (a razón de varios libros por año y algunos centímetros sensibles, en el cordial odio al próximo, sus pompas y circunstancias pero principalmente sus dogmas) y se multiplica: Más la ciudad sin ti...(Premio Príncipe de Viana, 1985), Las camas de Emma (premio Ciudad de Irún de ensayo, 1990). Y aunque cuente, cuenta no presentarse a más certámenes por temor a estropear el porcentaje.
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