martes, 9 de enero de 2007

Aurelio del Portillo: UNA ESTACIÓN ENTRE NUBES


Una estación entre nubes
Por Aurelio del Portillo

Parece una calle grande, la calle mayor de una ciudad irreal, de cine, de ésas que visitamos en ocasiones especiales cuando la imaginación concibe las ciudades y las calles sólo para la magia. No tiene adoquines ni asfaltos, casi ni suelo. Está hecha de hierro, madera, piedras pequeñas blancas y afiladas, y tiempo… Quizás no mucho tiempo… (Allá cada cual con su valoración y medida de ese Dios contra el que los hombres pintan, fotografían y escriben)
Es una extraña avenida por la que no se pasea. Sólo tiene aceras para parar o partir. O para estar y soñar. A un lado y a otro su rotunda simetría dibuja distancias. Pensamos, con mucha curiosidad, en qué hará detrás de la curva donde las montañas se tragan las vías del tren. Y soñando vamos siguiendo con el pensamiento esa doble línea, paralelas que se unirán en el infinito (según la física) y sentimos vértigo. A veces despertamos del sueño porque ese infinito puede parecerse demasiado a la muerte.
Por esa calle mineral, tallada entre bosque, transitan los trenes, la imaginación y el aire. Un aire puro que nos alimenta, acaricia e invoca: respirar hondo, vivir aquí y ahora, permanecer, ser uno más (lectores, escritores, comerciantes, ganaderos, vecinos…) habitantes de nuestro propio sueño, personajes y paisajes en un mismo decorado, espectadores y actores, aunque solo sea a ratos y no nos demos cuenta de ello.
Las estaciones son unos escenarios excelentes para rodar películas o reportajes. Eso lo sabemos bien quienes dejamos gran parte de nuestra energía en ese empeño. Cualquier encuentro, situación, acción o diálogo cobra aquí aspecto de ficción, se carga de magia en sus entrañas. No sabría explicar por qué, pero lo siento. En esa memoria fantástica que se construyó en cada uno de nosotros viendo películas, y que muchos intentamos hacer crecer ávidamente, hay cientos de estaciones de ferrocarril. Ya hace casi un siglo de aquella ‘llegada del tren’ con la que los hermanos Lumière iniciaron la alucinación colectiva del cinematógrafo. Aquello fue, de alguna manera, el primer sortilegio que embrujó para siempre los trenes y las estaciones.
Yo creo que todas las estaciones (llegar, estar, partir, soñar) son un pequeño mundo y junta a ellas gira un pequeño universo. En ‘Las Navas’ yo he tenido la fortuna de conocer algunas ‘estrellas. Las del cielo limpio de sus noches y las que protagonizan el barrio-universo de la estación. ‘Las Navas del Marqués’… Parece el título de un relato. ¿No e cierto? Y ahí está, escrito en los muros y en carteles luminosos que permanecen encendidos por las noches para que los que pasan sepan del lugar al menos de su nombre. Muchos pasan de largo. Otros cruzamos las vías.
A veces imagino que cruzar las vías del tren es transgredir una ley, violar un código especial, ser insumiso y andar a contracorriente. Porque, asumiendo los riesgos que supone, cortamos con nuestros pasos una línea rotunda y poderosa, la tachamos, ignoramos las distancias que representa y reivindicamos así que preferimos ese lugar, que nos quedamos aquí, que serán otros los que sigan la dirección que imponen los raíles. Voy de la Cantina al Martinón y del Martinón a la Cantina. (La titánica percusión metálica de los trenes como música de fondo) Dejo pasar el tiempo, con vino y con amigos.
La estación de ‘Las Navas’ está muy alta, sobre las montañas. Algún día el cielo se queda dormido en los valles. La luz es entonces muy blanca y el aire casi agua. El paisaje se convierte en humo, desaparece. Aquel día parecía que flotábamos en el vacío. Estaba con Lola y con Antonio y así, sobre nubes, paseamos hasta la Cantina (claro está cruzando las vías. El sol fue calentando, como es su obligación, y mientras bebíamos y bebíamos el vino del mediodía, las nubes treparon entre los pinos y se acurrucaron junto a nosotros. Niebla y silencio. Así era el mundo que encontrábamos, pasando un largo rato, al salir del bar. Me quedé hipnotizado por la imagen de las vías hundiéndose en la nada y me detuve en el centro, sin cruzar del todo. Lola y Antonio se alejaban hacia la casa y estuve unos minutos solo. Pero poco después algo surgió del silencio: un crujido de pasos, en la grava que sujeta los raíles, se acercaba poco a poco. Nada veía. Confieso que la fantasía ocupó, una vez más, el lugar de la razón. La imaginación dibujaba personajes en fracciones de segundo. En un lugar así, una estación entre nubes, cualquier aparición era posible. El sonido, rítmico y juguetón, aumentó su intensidad anunciando la proximidad del ‘hijo de la niebla’. Y le vi aparecer como en fundido encadenado (de nuevo todo parece cine) Era un muchacho, un niño que llevaba jersey de colores vivos hacía bailar adelante y atrás una bolsa de plástico de esas de la compra. Miraba hacia el suelo y, sin dejar de caminar como si su cuerpo no pesase (como andan los niños) De vez en cuando daba una patada a una piedra. Pasó ante mí, creo que sin mirarme, cruzando las vías. Una imagen cotidiana, un recado de mediodía, nada trascendente. Mientras el chico se alejaba el aire se movió disolviendo olores de leña y guisos, es decir, de hogar. En los raíles, aún entre la niebla comenzó a vibrar la titánica percusión metálica del tren. Y casi me pareció, cuando doblaba la curva, un intruso. Como una visita inesperada que por un momento deshizo la sensación de andar por casa que tanto me reconforta cuando estoy en este lugar.
¡Qué afortunados los que aquí viven! Los de toda la vida, y también los van y vienen, los que siempre vuelven, los que construyen sus casas en este espacio mágico junto a las vías del tren.
Caminé hacia la casa contento de compartir el privilegio.

Aurelio del Portillo es realizador de Televisión Española

DE LAS PÁGINAS 37 y 38 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO, Nº 2

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