VIVIR LA NOVELA
Por Luís Mateo Díez (*)
Al pie de la última página de la novela recién terminada –cuatro años de escritura, cuatro años de obsesión, un tiempo compaginado entre la realidad cotidiana de cada día y la experiencia de un mundo de ficción superpuesto o hasta contrapuesto a esa realidad- puedo medir, en esta limitada distancia, la todavía acuciante temperatura de lo que supone ‘vivir la novela’: ese efecto tan particular, tan íntimo, de la propia experiencia creadora.
Una novela es un largo y obsesivo trabajo que se sustenta, por los caminos de la imaginación, en la construcción de un mundo donde acaece una historia vivida por unos personajes. Un mundo que solo existe como tal desde las palabras, que únicamente en la escritura puede encontrar su revelación.
Al menos por ahí se sustancian las novelas que yo intento escribir, en las cuales la iluminación de ese mundo es como el límite del hallazgo que me impongo, el acierto de alcanzar su ‘verdad’ que supone, a la vez, alcanzar su ‘certeza’.
Revelarlo es de veras crearlo, poderlo ofrecer con la fisonomía y el latido que las palabras, solo las palabras bien elegidas, procuran. Y un mundo novelesco, literario, es un mundo autónomo que puede alimentarse de la más tajante realidad o de la más tajante fantasía, pero que se justifica en sí mismo y solo en sí mismo obtiene su definitiva justificación.
Inventar y escribir la novela son labores compaginadas con la experiencia de ‘vivirla’. Desde la invención y la escritura, una vida –establecida más allá de esta inmediata en la que uno se deja discurrir- abre su obsesivo territorio con mayor insistencia que un sueño, toma su aposento con toda su solvencia imaginaria. Va invadiéndote como una sombra que aplazas y retomas, que te envuelve y te olvida.
La novela crece en proporción a esa capacidad que tienes de ir realimentando la obsesión de hacerla, y la obsesión reside en el centro de ese mundo cada vez más diáfano o más misterioso. Hacia ese indeterminado punto de donde puede surgir la postrera revelación, es hacia donde se camina entre la incertidumbre y la confianza del hallazgo.
A ello ayuda la propia novela, la materia acumulada que poco a poco va imponiendo su propio designo, evidenciando algunas pautas, envolviendo al novelista en la siempre beneficiosa niebla de su laberinto, donde continuamente hay que elegir y decidir y, por supuesto, saberse extraviar consecuentemente en los propios meandros que esa materia determina, si la invención sigue estando viva y la escritura encontró el tono y la claridad propicias para oficiar la revelación.
Lo que al novelista le queda de la novela ya finalizada es algo parecido a ese melancólico sentimiento que depositan los sueños, en los que uno invierte una pasión más rotunda que cualquiera que en la vida real pueda vivirse.
Cierto melancólico despego me invade al pie de esta última página de la novela recién terminada y, por supuesto, la certeza de que esa vida allí invertida es mucho más fuerte, más profunda y, como tal, inalcanzable y libre, que está en la que cada día me voy consumiendo siempre con la renovada esperanza de volver a escribir otra.
(*)Luís Mateo Díez es escritor
(ESTE TEXTO DE LUIS MATEO DÍEZ APARECIÓ EN EL Nº 2 DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, PÁGINA 17, EDITADA EN JUNIO DE 1993 Y CUYA PORTADA FUE REALIZADA A PARTIR DE UN CUADRO DADO POR RICARDO UGARTE DE ZUBIARRAIN)
Luis Mateo Díez
De Wikipedia, la enciclopedia libre
(*) Luís Mateo Díez (Villablino, León, 21 de septiembre de 1942) es un escritor español.
Es miembro de la Real Academia Española: elegido el 22 de junio de 2000, tomó posesión el 20 de mayo de 2001.
Su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Publicó luego las novelas Las estaciones provinciales (1982), La Fuente de la Edad (1986), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Días del Desván (1999), Fantasmas del invierno (2004) y las fábulas reunidas en El diablo meridiano (2001) y en El eco de las bodas (2003), así como los libros de relatos Brasas de agosto (1989) y Los males menores (1993). Con La ruina del cielo (2000) obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica.
Obra
Narrativa:
Memorial de hierbas (1971) Apócrifo del clavel y la espina (1977) Relato de Babia (1981) Las estaciones provinciales (1982) La fuente de la edad (1986) El sueño y la herida (1987) Brasas de agosto (1989) Las horas completas (1990) Abanito, amigo mío (1991) El expediente del náufrago (1992) Los males menores [Cuento] (1993) Valles de leyenda (1994) Camino de perdición (1995) El espíritu del páramo (1996) La mirada del alma (1997 Días del desván [relatos] (1997) El paraíso de los mortales (1998) La ruina del cielo (1999) Las estaciones de la memoria: antología (1999) Las palabras de la vida (2000) El pasado legendario ( 2000) Laciana: suelo y sueño (2000) Balcón de piedra (2001) El diablo meridiano (2001) El oscurecer (Un encuentro) (2002) Fantasmas del invierno (2004) Poesía: Señales de humos (1972) El porvenir de la ficción
Por Luís Mateo Díez (*)
Al pie de la última página de la novela recién terminada –cuatro años de escritura, cuatro años de obsesión, un tiempo compaginado entre la realidad cotidiana de cada día y la experiencia de un mundo de ficción superpuesto o hasta contrapuesto a esa realidad- puedo medir, en esta limitada distancia, la todavía acuciante temperatura de lo que supone ‘vivir la novela’: ese efecto tan particular, tan íntimo, de la propia experiencia creadora.
Una novela es un largo y obsesivo trabajo que se sustenta, por los caminos de la imaginación, en la construcción de un mundo donde acaece una historia vivida por unos personajes. Un mundo que solo existe como tal desde las palabras, que únicamente en la escritura puede encontrar su revelación.
Al menos por ahí se sustancian las novelas que yo intento escribir, en las cuales la iluminación de ese mundo es como el límite del hallazgo que me impongo, el acierto de alcanzar su ‘verdad’ que supone, a la vez, alcanzar su ‘certeza’.
Revelarlo es de veras crearlo, poderlo ofrecer con la fisonomía y el latido que las palabras, solo las palabras bien elegidas, procuran. Y un mundo novelesco, literario, es un mundo autónomo que puede alimentarse de la más tajante realidad o de la más tajante fantasía, pero que se justifica en sí mismo y solo en sí mismo obtiene su definitiva justificación.
Inventar y escribir la novela son labores compaginadas con la experiencia de ‘vivirla’. Desde la invención y la escritura, una vida –establecida más allá de esta inmediata en la que uno se deja discurrir- abre su obsesivo territorio con mayor insistencia que un sueño, toma su aposento con toda su solvencia imaginaria. Va invadiéndote como una sombra que aplazas y retomas, que te envuelve y te olvida.
La novela crece en proporción a esa capacidad que tienes de ir realimentando la obsesión de hacerla, y la obsesión reside en el centro de ese mundo cada vez más diáfano o más misterioso. Hacia ese indeterminado punto de donde puede surgir la postrera revelación, es hacia donde se camina entre la incertidumbre y la confianza del hallazgo.
A ello ayuda la propia novela, la materia acumulada que poco a poco va imponiendo su propio designo, evidenciando algunas pautas, envolviendo al novelista en la siempre beneficiosa niebla de su laberinto, donde continuamente hay que elegir y decidir y, por supuesto, saberse extraviar consecuentemente en los propios meandros que esa materia determina, si la invención sigue estando viva y la escritura encontró el tono y la claridad propicias para oficiar la revelación.
Lo que al novelista le queda de la novela ya finalizada es algo parecido a ese melancólico sentimiento que depositan los sueños, en los que uno invierte una pasión más rotunda que cualquiera que en la vida real pueda vivirse.
Cierto melancólico despego me invade al pie de esta última página de la novela recién terminada y, por supuesto, la certeza de que esa vida allí invertida es mucho más fuerte, más profunda y, como tal, inalcanzable y libre, que está en la que cada día me voy consumiendo siempre con la renovada esperanza de volver a escribir otra.
(*)Luís Mateo Díez es escritor
(ESTE TEXTO DE LUIS MATEO DÍEZ APARECIÓ EN EL Nº 2 DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, PÁGINA 17, EDITADA EN JUNIO DE 1993 Y CUYA PORTADA FUE REALIZADA A PARTIR DE UN CUADRO DADO POR RICARDO UGARTE DE ZUBIARRAIN)
Luis Mateo Díez
De Wikipedia, la enciclopedia libre
(*) Luís Mateo Díez (Villablino, León, 21 de septiembre de 1942) es un escritor español.
Es miembro de la Real Academia Española: elegido el 22 de junio de 2000, tomó posesión el 20 de mayo de 2001.
Su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Publicó luego las novelas Las estaciones provinciales (1982), La Fuente de la Edad (1986), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Días del Desván (1999), Fantasmas del invierno (2004) y las fábulas reunidas en El diablo meridiano (2001) y en El eco de las bodas (2003), así como los libros de relatos Brasas de agosto (1989) y Los males menores (1993). Con La ruina del cielo (2000) obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica.
Obra
Narrativa:
Memorial de hierbas (1971) Apócrifo del clavel y la espina (1977) Relato de Babia (1981) Las estaciones provinciales (1982) La fuente de la edad (1986) El sueño y la herida (1987) Brasas de agosto (1989) Las horas completas (1990) Abanito, amigo mío (1991) El expediente del náufrago (1992) Los males menores [Cuento] (1993) Valles de leyenda (1994) Camino de perdición (1995) El espíritu del páramo (1996) La mirada del alma (1997 Días del desván [relatos] (1997) El paraíso de los mortales (1998) La ruina del cielo (1999) Las estaciones de la memoria: antología (1999) Las palabras de la vida (2000) El pasado legendario ( 2000) Laciana: suelo y sueño (2000) Balcón de piedra (2001) El diablo meridiano (2001) El oscurecer (Un encuentro) (2002) Fantasmas del invierno (2004) Poesía: Señales de humos (1972) El porvenir de la ficción
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