UN TESORO DEL TIEMPO DE LOS MOROS
Por Serafín de Tapia
En los pueblos de Castilla, cuando a ciertas ruinas o parajes del lugar se les quiere atribuir un remoto origen, no exento de una pizca de misterio o de fantasía, siempre se dice que es 'del tiempo de los moros' a pesar de que en nuestro país haya habido, a lo largo de los siglos, otros muchos tiempos, como el de los romanos, como el de los visigodos, etc. Sin duda la civilización árabe es la civilización extraeuropea que más fuertemente ha impresionado a nuestro pueblo.
Había visto yo en la hoja 530 (Vadillo de la Sierra) del Mapa Topográfico Nacional, escala 1:50.000, un microtopónimo que me llamó la atención: ‘El tesoro’; estaba en las estribaciones de la Sierra de Gredos, término de Narros del Puerto, a unos 30 kms. de Avila, camino del Puerto de Menga. Una tarde de domingo de ese invierno me acerqué por allí y en el bar –el único lugar donde vi gente- me dijeron que no sabían por qué se llamaba así aquel lugar, pero que debía ser ‘por algún tesoro del tiempo de los moros’. Hasta ahí llegaba su información y su fantasía.
Mientras volvía a la ciudad reflexionaba sobre mi dificultad para fantasear sobre el asunto, a causa de que yo sí conocía el origen de aquella denominación. También pensaba en el contraste entre la fecunda imaginación que tenían los castellanos de principios del siglo XII y lo difícil que hoy nos resulta a los adultos ser ensoñadores.
Ya en casa, repasé mis notas y ficheros. Corría el año 1611 y España vivía convulsionada por la expulsión de los moriscos, aquellos 300.000 mil españoles de cultura musulmana cuya integración en la mayoría cristiano-vieja había resultado fallida. Aunque la marcha había comenzado en septiembre de 1609, todavía quedaban algunos por salir del reino, entre ellos la mitad de los de Ávila, precisamente los más ricos e integrados. Como los bandos de expulsión prohibían sacar del reino oro, plata, y joyas pronto se extendió la opinión de que los moriscos –considerados por el pueblo como muy laboriosos y avaros- estaban enterrando en lugares secretos sus tesoros. Aunque la inventiva y credulidad popular estaba mucho mejor nutrida que las faltriqueras de los expulsados, no faltaron casos en que algo debió de haber, si bien la mayoría de los tesorillos encontrados a lo largo de las siguientes décadas procedían de yacimientos prehistóricos. Por supuesto, la opinión pública siempre los atribuía a los moros y de ello se encuentran ecos en la literatura de la época.
Cervantes escribió en 1615 cómo el morisco Ricote había regresado disfrazado de peregrino alemán, a recoger los escudos que él mismo había enterrado en su pueblo manchego. Por su parte Lope de Vega, que precisamente ese mismo año estuvo en Ávila algunos días del mes de julio, escribió a las pocas semanas El ramillete de Madrid, donde dice:
Los moros de la expulsión
Dicen que en España dejan
Gran número de doblones;
Porque no los corazones,
Sino los cuerpos alejan;
Y pensando que algún día
Los podrán volver a ver,
Más los quieren esconder,
Que perderlos.
(Acto II, escena 14 B.A.E., t. IV, p.512, b)
No cabe duda de que estos versos estarían influidos por los comentarios que en Ávila suscitaría el pleito que acababa de desarrollarse entre Diego Dávila, señor de Navamorcuende y dueño de la dehesa de Narros del Puerto, y ciertos vecinos del lugar acusados, por aquel, de que en mayo de 1611 ‘do diçen la Manga, camino de Muñotello, sacaron un gran tesoro e se lo tiene oculto entre ellos’. El noble sostiene que el tesoro le pertenece por haberse encontrado en su propiedad.
Aunque en ningún momento se dice que el tesoro hubiese sido enterrado por algún morisco –ello supondría que la beneficiada sería la Real Hacienda- las diversas comparecencias del proceso permiten captar fácilmente que demandante y demandados han actuados influidos por la fiebre de los buscadores de tesoros moriscos; en efecto, un testigo afirma que aquellas tierras han estado arrendadas, muchos años, a un rico morisco de la ciudad –Gabriel de León- y que otro morisco zahorí había indicado a los cavadores que en determinado lugar ‘avía destar un torillo de piedra y entre él y un coto avía de aver un gran tesoro’. Teniendo en cuenta esta alusión a un torillo de piedra (un probable berraco vetón) y que el lugar no está muy lejos del Castro de Ulaca, lo más seguro es que hubieran desterrado restos celtas. Así es descrito lo que encuentra: ‘un jarrillo colorado… una garrafa de vidrio que haría como qaurtillo e medio… que tendría la boca que se cabría un dedo;… e queriéndola sacar entera se quebró y estava llena de tierra y de las cabaduras salían algunos clavos moosos de hierro… e dos pedazos a modo de zerçillos… e procurando saber de qué hera le pareció ques de bronce o metal’.
Y lamentablemente eso fue todo. Según el expediente conservado en la sección ‘Audiencia’ del Archivo Histórico Provincial de Ávila no hubo tal tesoro. No queda más remedio que reconocer que, con frecuencia, las aportaciones de las investigaciones históricas frustran las posibilidades de levantar sugerentes fabulaciones de pretendida fundamentación en hechos del pasado.
Sin embargo, ¿quién está seguro de que los labriegos de Narros, tanto procesados como testigos, no urdieron una perfecta confabulación para engañar al juez y al avaricioso señor de Navamorcuende? Al fin y al cabo los dos moriscos que sucesivamente habían arrendado aquellas tierras en los últimos 30 años eran bastante acaudalados: Gabriel de León, cuya fortuna se calculaba en 2.500 ducados, era un mercader que comerciaba activamente con Valencia, Sevilla y Córdoba. Le sucedió en el arriendo Vicente Avancique, también mercader, quien en 1596 había sido incluido por el Ayuntamiento de Ávila entre los 9 vecinos más ricos de la ciudad.
Según voy escribiendo estas líneas cobra cada vez más fuerza la sospecha de que los campesinos a los que me dirigí un domingo de ese invierno sabían –o imaginaban saber- más de lo que me dijeron.
(*) Serafín de Tapia es doctor en Historia
DE LAS PÁGINAS 34 y 35 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO, Nº 2. JUNIO DE 1993
Por Serafín de Tapia
En los pueblos de Castilla, cuando a ciertas ruinas o parajes del lugar se les quiere atribuir un remoto origen, no exento de una pizca de misterio o de fantasía, siempre se dice que es 'del tiempo de los moros' a pesar de que en nuestro país haya habido, a lo largo de los siglos, otros muchos tiempos, como el de los romanos, como el de los visigodos, etc. Sin duda la civilización árabe es la civilización extraeuropea que más fuertemente ha impresionado a nuestro pueblo.
Había visto yo en la hoja 530 (Vadillo de la Sierra) del Mapa Topográfico Nacional, escala 1:50.000, un microtopónimo que me llamó la atención: ‘El tesoro’; estaba en las estribaciones de la Sierra de Gredos, término de Narros del Puerto, a unos 30 kms. de Avila, camino del Puerto de Menga. Una tarde de domingo de ese invierno me acerqué por allí y en el bar –el único lugar donde vi gente- me dijeron que no sabían por qué se llamaba así aquel lugar, pero que debía ser ‘por algún tesoro del tiempo de los moros’. Hasta ahí llegaba su información y su fantasía.
Mientras volvía a la ciudad reflexionaba sobre mi dificultad para fantasear sobre el asunto, a causa de que yo sí conocía el origen de aquella denominación. También pensaba en el contraste entre la fecunda imaginación que tenían los castellanos de principios del siglo XII y lo difícil que hoy nos resulta a los adultos ser ensoñadores.
Ya en casa, repasé mis notas y ficheros. Corría el año 1611 y España vivía convulsionada por la expulsión de los moriscos, aquellos 300.000 mil españoles de cultura musulmana cuya integración en la mayoría cristiano-vieja había resultado fallida. Aunque la marcha había comenzado en septiembre de 1609, todavía quedaban algunos por salir del reino, entre ellos la mitad de los de Ávila, precisamente los más ricos e integrados. Como los bandos de expulsión prohibían sacar del reino oro, plata, y joyas pronto se extendió la opinión de que los moriscos –considerados por el pueblo como muy laboriosos y avaros- estaban enterrando en lugares secretos sus tesoros. Aunque la inventiva y credulidad popular estaba mucho mejor nutrida que las faltriqueras de los expulsados, no faltaron casos en que algo debió de haber, si bien la mayoría de los tesorillos encontrados a lo largo de las siguientes décadas procedían de yacimientos prehistóricos. Por supuesto, la opinión pública siempre los atribuía a los moros y de ello se encuentran ecos en la literatura de la época.
Cervantes escribió en 1615 cómo el morisco Ricote había regresado disfrazado de peregrino alemán, a recoger los escudos que él mismo había enterrado en su pueblo manchego. Por su parte Lope de Vega, que precisamente ese mismo año estuvo en Ávila algunos días del mes de julio, escribió a las pocas semanas El ramillete de Madrid, donde dice:
Los moros de la expulsión
Dicen que en España dejan
Gran número de doblones;
Porque no los corazones,
Sino los cuerpos alejan;
Y pensando que algún día
Los podrán volver a ver,
Más los quieren esconder,
Que perderlos.
(Acto II, escena 14 B.A.E., t. IV, p.512, b)
No cabe duda de que estos versos estarían influidos por los comentarios que en Ávila suscitaría el pleito que acababa de desarrollarse entre Diego Dávila, señor de Navamorcuende y dueño de la dehesa de Narros del Puerto, y ciertos vecinos del lugar acusados, por aquel, de que en mayo de 1611 ‘do diçen la Manga, camino de Muñotello, sacaron un gran tesoro e se lo tiene oculto entre ellos’. El noble sostiene que el tesoro le pertenece por haberse encontrado en su propiedad.
Aunque en ningún momento se dice que el tesoro hubiese sido enterrado por algún morisco –ello supondría que la beneficiada sería la Real Hacienda- las diversas comparecencias del proceso permiten captar fácilmente que demandante y demandados han actuados influidos por la fiebre de los buscadores de tesoros moriscos; en efecto, un testigo afirma que aquellas tierras han estado arrendadas, muchos años, a un rico morisco de la ciudad –Gabriel de León- y que otro morisco zahorí había indicado a los cavadores que en determinado lugar ‘avía destar un torillo de piedra y entre él y un coto avía de aver un gran tesoro’. Teniendo en cuenta esta alusión a un torillo de piedra (un probable berraco vetón) y que el lugar no está muy lejos del Castro de Ulaca, lo más seguro es que hubieran desterrado restos celtas. Así es descrito lo que encuentra: ‘un jarrillo colorado… una garrafa de vidrio que haría como qaurtillo e medio… que tendría la boca que se cabría un dedo;… e queriéndola sacar entera se quebró y estava llena de tierra y de las cabaduras salían algunos clavos moosos de hierro… e dos pedazos a modo de zerçillos… e procurando saber de qué hera le pareció ques de bronce o metal’.
Y lamentablemente eso fue todo. Según el expediente conservado en la sección ‘Audiencia’ del Archivo Histórico Provincial de Ávila no hubo tal tesoro. No queda más remedio que reconocer que, con frecuencia, las aportaciones de las investigaciones históricas frustran las posibilidades de levantar sugerentes fabulaciones de pretendida fundamentación en hechos del pasado.
Sin embargo, ¿quién está seguro de que los labriegos de Narros, tanto procesados como testigos, no urdieron una perfecta confabulación para engañar al juez y al avaricioso señor de Navamorcuende? Al fin y al cabo los dos moriscos que sucesivamente habían arrendado aquellas tierras en los últimos 30 años eran bastante acaudalados: Gabriel de León, cuya fortuna se calculaba en 2.500 ducados, era un mercader que comerciaba activamente con Valencia, Sevilla y Córdoba. Le sucedió en el arriendo Vicente Avancique, también mercader, quien en 1596 había sido incluido por el Ayuntamiento de Ávila entre los 9 vecinos más ricos de la ciudad.
Según voy escribiendo estas líneas cobra cada vez más fuerza la sospecha de que los campesinos a los que me dirigí un domingo de ese invierno sabían –o imaginaban saber- más de lo que me dijeron.
(*) Serafín de Tapia es doctor en Historia
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