miércoles, 3 de enero de 2007

Urbano Blanco Cea: LOS VENCEJOS


Por Urbano Blanco Cea

Abril. Amanece en Las Navas.
El castillo de Magalia no irradia luz propia, es que el sol se despereza detrás de él y se asoma encaramándose a la pizarra para pintar de blanco la flor de la jara, descubrir el verdín del ocre de los tejados y descorrer la cortina del firmamento con su poderoso trazo.

Mañana de primavera,
Límpido azul, alto cielo.
Una mirada infantil los persigue allá a lo lejos
Y se escucha su “¡sui-ri”!
Mientras vuelan los vencejos.


Surcan el espacio, trisan,
Describen círculos negros,
Infatigables, se elevan
Hasta perderse en el cielo.


Dicen que buscan comida,
Juegan, capturan insectos,
Mas el niño ve un bautizo
O tal vez un casamiento
O quizá, vuela que vuela,
Los vencejos van tejiendo
Sobre la trama del aire
Al pueblo un vestido nuevo,
Un traje azul, de domingo,
O un terno gris para invierno.


Por terminar su entramado
-quien sabe si no es por ello-
Vuelan de marzo a septiembre
Y son torpes en el suelo.


El niño no lo ha olvidado,
Cuando el niño mira al cielo
Bajo el azul de su infancia
Ve la herida del vencejo.


Fue una piedra involuntaria
Nadie culpó el lanzamiento,
Arena y sangre en eun ala
El pico abierto y abierto,
Con ojos desorbitados,
A sus pies yacía el vencejo.
El niño no lo ha olvidado,
no puede olvidar aquello
ni la horquilla de la cola
ni el blanco sucio del cuello,
la contracción de la muerte
y la opresión en el pecho,
ni ese dolor escondido
ni la tristeza latente
ni ese vacío en los ijares
que enmudeció a los presentes.


El niño no lo ha olvidado,
yacía a sus pies el vencejo
y allí le pareció más grande
y más profundo el silencio
que acuchillaban los golpes
del moribundo aleteo.
Su envergadura abarcaba
La aflicción de un sacrilegio.


Polvo de muerte en el aire
Y el tiempo lento, muy lento.

Ya nunca volvió a confundirlo con la hermana golondrina, esa ave sacralizada que gozaba de un respeto secular sin que existiera otro fundamento del privilegio que el del acntar:

“En el monte Calvario
Las golondrinas
Le quitaron a Cristo
Las cinco espinas”.

Él sabía que ambos volaban muy veloces, que construían sus nidos aglutinando con saliva los materiales, que emigraban a la par y no era fácil distinguirlos en pleno vuelo. Desde entonces supo que la envergadura del vencejo es mayor y más cortas y puntiagudas las alas de la golondrina, esa aristócrata del aire que se posaba con más garbo, pavoneándose muy engolado, y cuyos nidos de barro, adosados a los aleros, podían verse con frecuencia destruidos. La mancha del nido derruido de la golondrina, sus ruinas, siempre movieron su conciencia hacia un incierto sentimiento de culpabilidad. Pero no entendía por qué en vencejo había quedado relegado a ser su escudero, no encontraba razones naturales ni argumentos suficientes que deshicieran su igualdad o justificaran la predilección por la golondrina, sin duda favorecida por una consideración social inveterada a pesar de que la madre naturaleza asigna a sus criaturas idéntica dignidad. En todo caso, la historia de su pueblo se desarrollaba bajo el alegre trisar de los vencejos, se hallaba más ligada a su vuelo sin fin, tal vez indiferente, porque ellos dominaban las alturas y eran testigos de excepción del acontecer diario y vecinos de la villa con tanta antigüedad como sus moradores humanos.


Volad y volad, amigos
Dios os bendiga, vencejos,
Que alegráis nuestras mañanas
Y orientáis nuestras miradas
Sin súplicas hacia el cielo.

Él sabía que despertar escuchando el agudo trino de los vencejos era ratificar que se encontraba en Las Navas y que la primavera había llegado, ellos eran sus mensajeros. Les había visto emigrar en bandadas para siempre volver, indefectiblemente en marzo, como una peculiar colonia aérea. Había perseguido su vuelo con la mirada hasta que la visibilidad se perdía en un lejanísimo punto negro, había sentido vibrar un cristal muy adentro cada vez que tocaban un alero o rozaban un tejado, incluso creía haberlos visto reposando al caer la noche sobre las cuerdas de tender la ropa, manifestando así un acuerdo tácito de inquilinato con la población navera. Lo que aún no sabía era que siempre le estarían esperando al volver de esas largas veladas que habrían de prolongarse hasta al madrugada, ni que con frecuencia serían ellos quienes determinaran el límite en el tiempo de las mismas al acuñarse la frase: “La noche es joven mientras no se escuchen los vencejos”.

El niño ya no es tan niño
Aunque bien quisiera serlo.

El cielo ha cicatrizado
En forma de un arco tenso
Con una flecha apuntada
Como si fuera un vencejo.

ESTE ESCRITO SE ENCUENTRA EN LAS PÁGINAS 44 Y 45 DEL Nº 2 DE LA REVISTA ' CAMINAR CONOCIENDO'

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