domingo, 21 de enero de 2007

FANNY RUBIO: Ja-Li

JA-LI
Por Fanny Rubio (*)


Todo comenzó el día en que –por primera vez en toda mi vida- Wei se olvidó de mirar hacia donde yo estaba. Jamás había ocurrido: cada que pasaba cerca de la puerta, que nos dividía, silbaba, daba con los nudillos en el picaporte y esperaba a ver reflejada al otro lado del cristal mi cabeza, inquieta al percibir su proximidad. La verdad es que, desde que tengo recuerdos callejeros, yo salía a su encuentro cuando percibía su cercanía a aquella casa, colgada de una colina de la ciudad, tras su jornada de trabajo en la fábrica que la retenía casi todo el día. Raras veces venía a buscarme al solar donde yo acostumbraba a esconder mis reservas alimenticias, artilugios para la dentadura y exquisitos huesos y cuadraditos de calcio en proporciones que ella llamaba ‘queso’, pues mi intuición recuperaba su presencia antes de escuchar la señales que de lo alto me enviaba. De una manera u de otra, casi al anochecer, echábamos a andar a las afueras de la ciudad mirando como verdaderas urracas todo lo que en el campo cercano se escondía de la urbe: nidos de águilas donde los pollos cambiaban de plumaje mientras aprendían a pronunciar ‘auc’, ‘auc’, ‘auc’ o la persecución de una lagartija trasnochadora por otro pájaro cualquiera buscapresas. Seguíamos con la vista a las migradoras camino del norte y descubríamos de entre todos los grupos a las heridas, rezagadas, a las que atraíamos con quietud y atención extremas. Ella me hablaba lentamente de los pájaros reconocidos como si fueran de su raza: el halcón, por ejemplo, tenía bajo el ojo una manchita roja símbolo de la fecundidad universal y era –según decía- la esperanza de la luz en el que vive en las tinieblas; el águila se escapaba a dos mil metros para huir de los hombres.
--Aunque le llamen altitud, es una huída- se decía muy segura.
En los últimos meses habíamos conseguido un cierto entendimiento según viniera la estación: el verano solía quedarme algún tiempo en la terraza de la casa de la colina, en donde yo poseía un reducto de consuelo y sombra cuando dejaba las peleas de mis iguales, y era entonces cuando ella me retenía ya entrada la tarde una vez liberada del estricto horario de trabajo en un lugar en el colocaba -entre cientos de compañeros y una decena de jefes- pequeñas piezas de metal dentro círculos dorados que medían el tiempo. Llegaba y permanecía horas y horas sentada en la sillita de bambú y miraba con atención hasta que yo participaba de sus proyectos de camino con alegría manifiesta y planes tendentes a descubrir nuevas aves del cielo para el día siguiente. En cambio, en invierno, yo era quien pasaba a su ámbito después de dar uno de mis paseos por las afueras de la ciudad desde donde podía contemplar la balconada de la casa de la colina y, finalmente, no había jornada que no cuajara en una reunión de, por lo menos, seis horas.
Sin embargo, aquel día en el que todo comenzó –pese a que fuera invierno-, no dispusimos del tiempo de otras veces. Ni ella ni la visita que apareció de pronto repararon en mí, pero yo sí; y debo confesar que no me hizo demasiada gracia. Las visitas eran muy raras en la casa de la colina y aquella era una vista poco cordial (sin abrazos, ni presentes, ni queso, ni alegría) que yo seguí con la lengua desde el otro lado del cristal que me separaba de la reunión. Wei, con chándal blanco, pasó de largo con ellos por el pasillo de al planta alta hacia el saloncito en el que a veces en invierno nos quedábamos horas y horas jugando alrededor de una taza de té. Uno de los hombres, con lentes, portafolios y muy poco cabello, habló durante largo rato de lo que estos documentos decían; el segundo, el más joven, sonreía cortésmente a Wei hasta que ella terminó de firmar uno de los papeles que había leído el mayor muy despacio. Entonces el joven sonriente recuperó su expresión natural, ya sin rictus, se levantó con prisa y arrastró con él de un salto al señor de la calva y el portafolios mientras ella preguntó algo (imperceptible desde donde me hallaba) al visitante más anciano que el señor calvo contradijo con un tajante movimiento de cabeza camino de la puerta, dejando a Wei esperando al tiempo que los hombres se apresuraban a decir adiós y escapar a buen paso como pude comprobar a través del cristal que separaba mi zona de la de ellos. Las dos sombras rozaron la barrera donde yo había estampado mi hocico con interés, golpeando con sus gruesos zapatones el suelo y dejando tras de ella a Wei, silenciosa y leve como su fuera de puntillas y vestida como acostumbraba, con el chándal blanco de ribetes azules.
Delante de la casa había crecido un sauce, un sauce alto cuyas ramas más altas caían junto al columpio rosa sobre el que Wei cantaba para mí. Parecía un flaco gigante plateado venido abajo. Será por eso que dicen que los sauces lloran. Este lloraba, sin lágrimas, interminablemente, por lo supuse que debía de ser muy mayor. Y cuando Wei dejó de ir a la fábrica donde se preparaban los círculos dorados que medían el tiempo después de la visita, empleaba casi todo su tiempo en mirar a los alrededores, incluso al sauce. Y el sauce se crecía.
--Una ciudad llena de sauces es la estancia de la inmortalidad- repetía en mi oído mi dulce compañero Wei.
El día de la visita yo permanecí largamente detrás de la reja sin esconderme ni andar en lo mío, ni escaparme al solar de mi tribu. Ella llegó sonriendo a medias –haciéndome entender que no pasaba nada cuando yo tenía la seguridad de que algo extraño había en el ambiente-. Rascó mi frente como solía y me dijo:
--Jali, nos han dejado sin trabajo, comeremos de lo que sobre a los pajaritos.
Me tomó en brazos como acostumbraba solo en los días de fiesta, colocó sobre una mesa baja de madera un tubito de capsulas que iba gastando cada hora desde que la visita se marchó y se sentó, conmigo en su regazo, en el balancín rosa al mismo tiempo que susurraba su canción preferida: ‘este es el lugar, Ja-Li, donde las palomas visitan a los humanos’.
A partir de ese día y desde muy temprano, mirábamos cada mañana y uno a uno todos los pájaros de la ciudad, y ellos, sin duda –convencidos de que Wei defendía una ciencia antigua que adjudicaba al excremento poderes sagrados- sembraba el mirador de una especie de lluvia fina y negra que era recibida por Wei como muestra de cordialidad. Después mi compañera cantaba nuevamente sobre el balancín rosa la canción del lugar donde las palomas visitan a los humanos ofreciendo su sauce para refugio de las aves heridas.
Así que Wei, el sauce y yo comenzamos a vivir una vida ‘sauce. Llamamos a la terraza de la ciudad de Tien-ti-huei, ciudad de la inmortalidad, en el que el sauce es el árbol de la vida, el eje verde sobre el han posarse a tomar impulso los pájaros errantes, desde los mirlos cantarines a, por ejemplo, el indiscreto y burlón cuco. Cuando alguno de ellos se presentaba yo iba a todo correr hasta el cuarto donde Wei pensaba ponerla en aviso de los huéspedes cotidianos y salíamos juntas hasta la terracita, y una vez añadido el compañero, volvíamos a balancearnos con ellos de corona anudadas en la rama más larga del sauce. Era todo tan bello que Wei llegó a poner en mi oreja estas palabras:
--La felicidad es como esta paz, por eso no tiene por qué durar; y la muerte también, un mar hecho de olas de paz que mueven el balancín de nuestra vida hasta que cesa el ritmo.
Aquel año Wei y yo y el sauce permanecimos horas y horas en esa especie de goce que solo entendíamos los tres balanceados: ella en posición sedente con su chándal blanco de ribetes azules y yo con la cabeza entre sus corvas, el morro hacia la brisa que llegaba del norte y el sauce viéndonos de frente y melancólico de gusto. Tan felices éramos los tres que Wei no se incorporaba más que para reponer el agua de mi cuenco, al tiempo que nos piropeaba al sauce y a mí.
Hasta que un día Wei miró más tiempo que de costumbre al árbol. Estuvo largo tiempo acariciando una de sus ramas hacia arriba y hacia abajo, hacia abajo y hacia arriba, y cantando la canción de nuestra casa como el lugar de las palomas con el mismo chándal blanco de ribetes azules, pero sin volver la cabeza hacia donde yo estaba. Enredé mis orejas por entre sus piernas para ganar su atención, morreé los pies de mi dulce amiga con la insistencia de mi género, quise saltar hasta su cuello, pero ni entonces reparó en mí. No me advirtió ni una sola vez, ‘tranquila, Ja-Li, vale ya’ con el nombre que escogió para mí la primera vez que nos encontramos (y que quiere decir en esta lengua ‘no tiene ninguna importancia’, sigue, sigue’) sino que descubrí de pronto que ahí estaba yo solo en mi puro salto. Porque mi triste Wei dibujó una voltereta sobre la barandilla de la terraza que daba al sauce en la colina más alta de la ciudad de las palomas que la llevó directamente al sauce y de allí al suelo, suave y en progresión, como si se tratara, en el descenso, de uno de esos toboganes de parque alrededor de los hacen cola los niños. Por primera vez observé a Wei con vocación de pájaro al verla deslizarse con su cabello ondulado y brillante y su chándal blanco de ribetes azules sauce abajo y luego volar unos segundos hasta que su cuerpecillo de balancín se detuvo en seco con un solo ruido sobre la arena de la calle, donde un corro de gente parecía preparada para un espectáculo de mayor importancia.


Fanny Rubio



(ESTE RELATO DE FANNY RUBIO APARECIÓ EN EL Nº 2, EN LAS PÁGINAS 12-13-14-15 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO' DE JUNIO DE 1993)

(*)Fanny Rubio es doctora en Filología Románica, en la actualidad es profesora Titular de Literatura en la Universidad Complutense de Madrid, después de haber ejercido como docente en la Universidad de Granada y haber sido Maitre de Conference en la Universidad de Fez. Colabora en prensa y televisión. Dirigió los Cursos de Humanidades de la Universidad Complutense en El Escorial y ha sido conferenciante en numerosas Universidades (UIM, El Escorial, Salamanca, Sevilla, Vitoria San Sebastián, Lisboa, Nápoles, Clemont Ferran, La Paz, Santiago de Chile, Montevideo, Berlin, Rabat, Nueva York City Kansas, etc)
Después de haber sido premiada con el "Ciudad de Jaen" por sus primeros poemas, adolescentes, ha publicado libros de poesía y narrativa breve: Acribillado amor, en VV.AA, Poemas, Madrid, Premio de poesía de la Universidad Complutense, 1970; Retracciones, Madrid. Ediciones Endymion, 1979, Reverso, en Maillot Amarillo; 1988; Retracciones y Reverso en Endymion 1989 Dresde, Madrid, Ediciones Devenir, 1990 ; En Re Menor, Málaga, Colección Tediría, 1990.Cuentos: A Madrid por capricho, Madrid, Libros del Tren, 1988. En prensa, Fuegos de invierno bajo los puentes de Madrid, (Madrid, El tercer nombre, 2006)También ha publicado libros de crítica literaria: Las revistas poéticas españolas (1939-1975), Madrid, Edtorial Turner, 1976, recientemente reeditada en facsímil por el Servivio de publicaciones de la Universidad de Alicante; Edición fascímil de Pueblo cautivo /Anónimo 1946), Madrid, Hiperion, 1978; Aportación a la historia de la poesía española de la posguerra. Las revistas de poesía (1939-1970). Hacia una bibliografía total, Granada, Tesis Doctorales de la Universidad de Granada, 1975; Poesía española contemporánea. Historia y Antología (1939-1980), Madrid, Alhambra, 1981 (en colaboración con José Luis Falcó); Noticia de Gabriel Celaya, Madrid, Biblioteca Nacional, 1987; Cuadrantes (artículos), prólogo de Rafael Alberti, Jaén, Diputación de Jaén, 1985; Edición, prólogo y notas de Hi jos de la ira de Dámaso Alonso, Madrid Espasa Calpe, 1981 y Epigramas de El Escorial de J-A. Goytisolo (premio Ciudad de Barcelona, 1995). Su último libro de ensayo hasta el momento es El embrujo de amar, Madrid, Planeta, Temas de Hoy, 2001.Durante los últimos quince años se ha dedicado a la novela: La sal del chocolate, Barcelona, Seix Barral , 1992; La casa del halcón, Madrid, Alfaguara, 1995; El dios dormido, Madrid, Alfaguara, 1998; El hijo del aire, Barcelona, Planeta, 2001. En bolsillo, El dios dormido y La casa del halcón (Madrid, Punto de Lectura, 2002) Es editora de El Quijote en clave de mujeres (Madrid, Editorial Complutense, 2005)

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