África es en mí una leyenda
Por Antoni Planells i Costa (*)
Mientras existan mundos en que sea posible (o mediante los cuales sea posible) la creación de una leyenda particular, habrá leyendas africanas: para unos y para otros: para todos.
Porque ese continente mil veces azotado y vilipendiado ha sido durante siglos el espacio vital en que existieron individuos y pueblos de una tal diversidad que las posibilidades de construir leyendas a partir de unos y otros parecerían inagotables.
Sí, como creían los románticos, la leyenda y su formación popular están en la base de la historia de los pueblos, entendida ésta como una manifestación de su espíritu –mas o menos inmortal- entonces la historia de África está tejida de leyendas, y muchas de las culturas que han florecido en ella no pueden entenderse sin esas “narraciones de sucesos fabulosos que se trasmiten por tradición”, como define la enciclopedia en término leyenda.
Las leyendas en África son la memoria de sus pueblos. Y su escuela. Porque es a través de las leyendas, al amparo de la noche, bajo el “árbol de la palabra”, al calor del fuego, que la sabiduría, los valores, las costumbres, la historia de un pueblo se trasmiten de generación en generación.
Las leyendas no tiene autor; pero tampoco son anónimas. Son la expansión novelesca del alma colectiva. Una obra siempre recreada que vive en cada nueva versión que se da de ella. Eso son las leyendas. Ya que, como dice Tchicaya U Tamsi: “son necesarias todas las memorias para que las leyendas nazcan y vivan”.
Tantos mitos de origen, tantos mundos, tantas leyendas. Todo lo explicable, incluso lo que se desconoce; por eso las leyendas en África pueden ser la cultura de base de los pueblos; o la base de su cultura si se prefiere.
Hace muchos, muchos años –cuando la tierra aún no era lo que es hoy y muchas especies ya desaparecidas poblaban las tierras y los mares- los hombres recibieron en don de la palabra de manos de los dioses. Antes que eso ocurriera, en poco, al parecer, se diferenciaban del resto de los animales.
Durante siglos y siglos la palabra sirvió a los humanos para expresar sus necesidades más perentorias y cotidianas, y poco más.
Con el tiempo unos pueblos inventaron sistemas de signos gráficos y con ellos elaboraron inventarios, listas, censos de población, registros de haciendas particulares y otras finezas. De ahí al estado policial no hay tanta distancia como se podría creer.
Otros, en cambio, prefirieron no pasar a la historia de modo tan definitivo e inamovible (recuérdese aquellos de “verba volant, scripta manent”) y tras haber descubierto que gracias a la palabra la memoria de los hombres (o mejor la memoria de algunos hombres) podía usarse como archivo de aconteceres y devenires inventaron también (al fin todo es invento) genealogías, hazañas, orígenes, héroes que sirvieran para ejemplificar su historia y hacerse, con ella, eternos más allá de la muerte que todo lo consume.
Quedaron así definidas, a uno y a otro lado, los pueblos con historia y los pueblos sin historia. Bueno, esa definición llegaría muchos siglos más tarde de la mano de Hegel y otros eruditos ‘históricos’. Historia escrita, historia oral (no historia para muchos) esta parece ser la disyuntiva en que ha de debatirse quien se quiera teórico del devenir de los grupos humanos. Pero toda esta problemática escapa al propósito de estas líneas. Valga como pretexto para volver sobre el tema de las leyendas, la más clara versión oral (y para ventura nuestra hoy muchas recogidas por escrito) de la historia de los “pueblos sin historia”.
¿En qué pueblo ágrafo no han tenido las leyendas –de signo múltiple y diverso: de origen, de contenido moral, épico, etc,- un lugar de honor?
Recuérdese que en África la mayoría de pueblos –antes del ataque colonial- eran pueblos sin escritura; sin escritura, no sin historia; y se hará uno clara idea del profundo contenido social que emerge de las leyendas que sus gentes recrean, noche tras noche, siglo tras siglo, al calor del fuego, bajo el “árbol de la palabra”.
(*) Antoni Planells i Costa es miembro del Centre D’Estudis Africans de Barcelona
ARTÍCULO DE LA PÁGINA 42 DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 2 JUNIO DE 1993
Por Antoni Planells i Costa (*)
Mientras existan mundos en que sea posible (o mediante los cuales sea posible) la creación de una leyenda particular, habrá leyendas africanas: para unos y para otros: para todos.
Porque ese continente mil veces azotado y vilipendiado ha sido durante siglos el espacio vital en que existieron individuos y pueblos de una tal diversidad que las posibilidades de construir leyendas a partir de unos y otros parecerían inagotables.
Sí, como creían los románticos, la leyenda y su formación popular están en la base de la historia de los pueblos, entendida ésta como una manifestación de su espíritu –mas o menos inmortal- entonces la historia de África está tejida de leyendas, y muchas de las culturas que han florecido en ella no pueden entenderse sin esas “narraciones de sucesos fabulosos que se trasmiten por tradición”, como define la enciclopedia en término leyenda.
Las leyendas en África son la memoria de sus pueblos. Y su escuela. Porque es a través de las leyendas, al amparo de la noche, bajo el “árbol de la palabra”, al calor del fuego, que la sabiduría, los valores, las costumbres, la historia de un pueblo se trasmiten de generación en generación.
Las leyendas no tiene autor; pero tampoco son anónimas. Son la expansión novelesca del alma colectiva. Una obra siempre recreada que vive en cada nueva versión que se da de ella. Eso son las leyendas. Ya que, como dice Tchicaya U Tamsi: “son necesarias todas las memorias para que las leyendas nazcan y vivan”.
Tantos mitos de origen, tantos mundos, tantas leyendas. Todo lo explicable, incluso lo que se desconoce; por eso las leyendas en África pueden ser la cultura de base de los pueblos; o la base de su cultura si se prefiere.
Hace muchos, muchos años –cuando la tierra aún no era lo que es hoy y muchas especies ya desaparecidas poblaban las tierras y los mares- los hombres recibieron en don de la palabra de manos de los dioses. Antes que eso ocurriera, en poco, al parecer, se diferenciaban del resto de los animales.
Durante siglos y siglos la palabra sirvió a los humanos para expresar sus necesidades más perentorias y cotidianas, y poco más.
Con el tiempo unos pueblos inventaron sistemas de signos gráficos y con ellos elaboraron inventarios, listas, censos de población, registros de haciendas particulares y otras finezas. De ahí al estado policial no hay tanta distancia como se podría creer.
Otros, en cambio, prefirieron no pasar a la historia de modo tan definitivo e inamovible (recuérdese aquellos de “verba volant, scripta manent”) y tras haber descubierto que gracias a la palabra la memoria de los hombres (o mejor la memoria de algunos hombres) podía usarse como archivo de aconteceres y devenires inventaron también (al fin todo es invento) genealogías, hazañas, orígenes, héroes que sirvieran para ejemplificar su historia y hacerse, con ella, eternos más allá de la muerte que todo lo consume.
Quedaron así definidas, a uno y a otro lado, los pueblos con historia y los pueblos sin historia. Bueno, esa definición llegaría muchos siglos más tarde de la mano de Hegel y otros eruditos ‘históricos’. Historia escrita, historia oral (no historia para muchos) esta parece ser la disyuntiva en que ha de debatirse quien se quiera teórico del devenir de los grupos humanos. Pero toda esta problemática escapa al propósito de estas líneas. Valga como pretexto para volver sobre el tema de las leyendas, la más clara versión oral (y para ventura nuestra hoy muchas recogidas por escrito) de la historia de los “pueblos sin historia”.
¿En qué pueblo ágrafo no han tenido las leyendas –de signo múltiple y diverso: de origen, de contenido moral, épico, etc,- un lugar de honor?
Recuérdese que en África la mayoría de pueblos –antes del ataque colonial- eran pueblos sin escritura; sin escritura, no sin historia; y se hará uno clara idea del profundo contenido social que emerge de las leyendas que sus gentes recrean, noche tras noche, siglo tras siglo, al calor del fuego, bajo el “árbol de la palabra”.
(*) Antoni Planells i Costa es miembro del Centre D’Estudis Africans de Barcelona
ARTÍCULO DE LA PÁGINA 42 DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, Nº 2 JUNIO DE 1993
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